POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 49
—Y ahora soy feliz por no haberme muerto. Me siento tan dichosa de no
haber muerto... ¿Crees que podrás quererme?
—Claro, ya te quiero.
—¿Y podría ser tu mujer?
—No puedo tener mujer mientras haga este trabajo. Pero tú eres mi mujer
desde ahora.
—Si algún día lo soy, lo seré para siempre. ¿Soy tu mujer ahora?
—Sí, María. Sí, conejito mío.
Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se
besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con
aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble
encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él
como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella
dijo, asustada:
—Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que
desaparezca todo lo demás.
—¿Lo deseas de verdad?
—Sí –dijo ella casi con fiereza–. Sí. Sí. Sí.