POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 44
—Eso no es mucho tiempo –dijo la mujer–. Yo hace veinte años que soy
republicana.
—Mi padre fue republicano de toda la vida –dijo María–. Por eso le
mataron.
—Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi
abuelo –dijo Robert Jordan.
—¿En dónde fue eso?
—En los Estados Unidos.
—¿Mataron a tu padre? –preguntó la mujer.
—¡Qué va! –dijo María–. Los Estados Unidos es un país de republicanos.
Allí no matan a nadie por ser republicano.
—De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano –dijo la
mujer–. Es señal de buena casta.
—Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano –dijo Jordan. Su
declaración impresionó hasta a María.
—¿Y tu padre hace todavía algo por la República? –preguntó Pilar.
—No, mi padre murió.
—¿Puede preguntarse cómo murió?
—Se pegó un tiro.
—¿Para que no le torturasen? –preguntó la mujer.
—Sí –replicó Jordan–; para que no le torturasen.
María le miró con lágrimas en los ojos:
—Mi padre –dijo– no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de
que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.
—Sí, tuvo mucha suerte –dijo Jordan–. ¿Podríamos ahora hablar de otra
cosa?
—Entonces, usted y yo somos iguales –dijo María. Puso una mano en su
brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha
y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto
de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos,
juveniles y ansiosos.
—Podríais ser hermano y hermana por la traza –opinó la mujer–. Pero creo
que es una suerte que no lo seáis.
—Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido –dijo María–. Ahora lo
veo todo muy claro.
—¡Qué va! –se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la
cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba
que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la
cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y
sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su
garganta, pero la dejó caer.
—Hazlo otra vez –dijo ella–. Quiero que lo hagas muchas veces.
—Luego –contestó Jordan, con voz ahogada.
—Muy bonito –saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora–, ¿Y soy yo la
que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me
importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna
cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.
María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban
a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.
—¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? –preguntó María.
—Sí–di jo él–; venga.
—Vas a tener un borracho como yo –dijo la mujer de Pablo–. Con esa cosa
rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.
—No soy inglés: soy americano.
—Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?
—Afuera; tengo un saco de noche.
—Está bien –aprobó ella–. ¿Está la noche despejada?