POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 191

habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo: —¿Es posible ir a La Granja en pleno día? —No es tan difícil –contestó el viejo–; no iré con una banda militar. —Ni con un cascabel al cuello –dijo Agustín–. Ni llevando un estandarte. —¿Cómo irás, pues? —Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque. —Pero ¿y si te detienen? —Tengo documentos. —Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos. Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa. —¡Cuántas veces he pensado en eso! –dijo–. Y no me gusta nada comer papel. —Creo que debiera añadirse un poco de mostaza –dijo Robert Jordan–. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión. El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho. Demasiado, pensó Robert Jordan. —Pero oye, Roberto –dijo Agustín–, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos? —Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro. —Entonces vale más que estén en tu camisa –dijo Agustín–. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución? —No –replicó Robert Jordan–; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo. —Es lo que yo digo –intervino Anselmo–: hay que ganar esta guerra. —Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos –dijo Agustín. —Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie –dijo Anselmo–. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosostros para que salgan de su error. —Habrá que fusilar a muchos –dijo Agustín–. A muchos. A muchos. A muchos. Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda. —Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo. —Ya sé yo qué trabajo les daría –intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca. —¿Qué clase de trabajo, mala pieza? –preguntó Robert Jordan. —Dos trabajos muy brillantes. —¿De qué se trata? Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve de