POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS Hemingway,Por quien doblan las campanas (1) | Page 189
tren has podido verlos así, como están ahora. A esta distancia, a través
de la mira, parece que tienen dos veces su estatura. Tú, –pensó, mirando
por la mira y siguiendo una línea que llegaba hasta el pecho del jefe de
la partida, un poco a la derecha de la enseña roja que relucía al sol de
la mañana contra el fondo oscuro del capote–. Tú –siguió pensando en
español, en tanto extendía los dedos, apoyándolos sobre las patas de la
ametralladora, para evitar que una presión a destiempo sobre el gatillo
pusiera en movimiento con una corta sacudida la cinta de los proyectiles–
. Tú, tú estás muerto en plena juventud. Y tú, y tú, y tú. Pero que no
suceda. Que no suceda.»
Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba
con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por
entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que
el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas
producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se
internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!»
Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había
depositado el árbol.
El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el
fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se
agachara y el gitano desapareció.
—Hubiéramos podido matar a los cuatro –dijo Agustín, en voz baja. Estaba
sudando todavía.
—Sí –susurró Robert Jordan–; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido
después?
Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente
alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos,
echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y
bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo
cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó
el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.
—No te apures –susurró a Agustín–; pasarán, como los otros, de largo.
Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes
uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables
colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por
entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.
—¿Tú ves? –preguntó Robert Jordan a Agustín.
—Eran muchos –dijo Agustín.
—Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros
–dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo;
tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación
de vacío en el pecho.
El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía
deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la
ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un
encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza
suave bajo la nieve que la cubría.
Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que
éste le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.
La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le
hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca,
arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de
bruces.
—Muchos –dijo–. Muchos.
—No me hacen falta los árboles –dijo Robert Jordan–. No vale la pena
hacer mejoras forestales.
Anselmo y Agustín sonrieron.