16 Miquel Soms
La vida puede llegar a ser muy rara, llena de momentos inesperados
en los que la fantasía principal llamada realidad puede
dar paso momentáneamente a otras fantasías de menor duración,
aunque no por ello menos intensas, como es el caso de
los sueños.
Estaba Oloc dormido en el sofá y, tras oír unos sonidos
parecidos a unos cascabeles, se incorporó. En ese momento,
pudo contemplar como todo lo que le rodeaba cobraba vida:
la madera se volvía elástica como la plastilina, la habitación del
hospital se hizo amplia como un salón de palacio vienés y la
pequeña planta artificial que había junto a la ventana crecía y
se convertía en una majestuosa palmera africana, con unos bonitos
dátiles que reposaban en las ramas. Del cuadro que había
en la habitación –unos negritos que parecían estar adorando a
una estatua blanca– salieron figuras y aumentaron su tamaño
hasta ser tan altos y fuertes como unos titanes. Y se juntaron
con Oloc, que se sentía liviano como una pluma. Le tomaron
de la mano y se unió a un particular baile en coro alrededor de
la palmera, entre cantos y todo tipo de sonrisas y otras muestras
de celebración. La estatua blanca, que debía ser alguna representación
ancestral de lo sagrado, bellísima, como si Afrodita
misma lo hubiese ordenado, cobró vida. Apareció enfrente de
Oloc danzando sensualmente hasta cogerle de las manos. Al son
de una música que de pronto sonó, salieron propulsados como
un satélite hasta surcar el espacio. La Tierra se veía pequeña,
mientras que las estrellas del firmamento habían incrementado
notablemente su tamaño y la intensidad de su brillo. La bella
musa blanca le besaba y él se agarraba con fuerza a ella, que era
suave como el algodón. No quería dejarla ir, quería quedarse
allí, quería seguir danzando con su particular Galatea por el
cosmos por toda la eternidad. Muy a su pesar, la bella musa
pronto entró en llamas y volvió a su condición pétrea, se tornó