12 Miquel Soms
gada como «la nueva epopeya» de la ciencia médica, esta llegaría
a convertirse en unos pocos años en el tratamiento de referencia
de los enfermos mentales en la mayoría de sistemas sanitarios
de todo el planeta, siguiendo las directrices de investigadores,
desarrolladores y accionistas de Pills & Polls, el principal conglomerado
farmacéutico imperial que tendría la patente de la
rotazina para los próximos 999 años.
Oloc reía ligeramente, gimoteando cada tres o cuatro segundos,
sumido en un estado de quebradiza felicidad propio
del profundo embotamiento mental en el cual todavía estaba
sumergido. Llevaba ingresado desde hacía muchos meses en
un edificio que destacaba por su innovador diseño, cilíndrico
y rematado con unos acabados que le conferían un aspecto ligeramente
octaédrico, aunque al ojo profano le hubiese venido
la imagen de una gran píldora de hormigón armado. Ese particular
diseño, fuera lo que fuese, ganó los principales premios
de diseño y generó, además, la publicación de numerosos artículos
en las revistas más prestigiosas de arquitectura de todo el
mundo. No en vano, tal era la fama y el prestigio de ese centro,
que se le conocía popularmente como El Palacete del Enfermo
Mental o también «El lugar donde la catatonia se resuelve».
El palacio sanitario de la esplendorosa Nueva Era –financiado
y apoyado por todo tipo de fundaciones, medios de comunicación,
partidos políticos y demás poderes del recién nacido
Imperio de Sillicon Valley y de la Gran Bahía china– disponía
de la más avanzada tecnología y del más prestigioso equipo terapéutico.
Además, su director era el eminente psiquiatra doctor
Webb Sobrius, mundialmente reconocido como el hombre
que creó la rotazina. El doctor Sobrius, hombre escrupuloso e
infatigable perfeccionista, llegó a supervisar personalmente la
construcción del centro, rincón a rincón, para asegurarse de que
nada se escapara de su control.