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Jesús Martínez
La gente es peña.
Mucho más anónima.
Mucho más entera.
Puede venir o ir o darse la vuelta, girar sobre sí misma, re-
presentar o aclamar.
Los hijos de la gente son los grafiteros, que juegan al ratón y
al gato por el simple motivo de probarse.
Los grafiteros son la clase culta de los tirados.
Y los tirados, en mayor o menor medida, son los que so-
portan el peso de Barcelona, los atlas que cada día levantan el
globo Barcelona, los mancomuneros que sostienen el sistema
Barcelona: barrenderos de verde grifa, repartidores cronome-
trados –escopeteados–, Glovos de precario («Hazte repartidor
en menos de 24 horas»), cuadrillas de paletas marroquíes, mu-
chos de la misma aldea de origen…
Barcelona la levantan los que acaban cayéndose.
La aluminosis afecta a todos. El edificio se aguanta si la base
es sólida. Y poco consistente es una base que paga 3 euros la
hora (señoras de la limpieza, eufemísticamente llamadas «ca-
mareras de hotel»).
En Naruto. Los guerreros de Glovo y otras historias en la Bar-
celona de la aluminosis social se cuentan eso, historias, películas:
aventuras con las que mi sobrino diría: «para flipar». Algunas
descabelladas, otras indolentes, la mayoría con un toque de
añoranza; no por lo que se fue, sino por lo que no ha venido.
La refriega es ir tirando del hilo y narrarlas, documentarlas,
ser su depositario: el periodista es notario del pasado, con un
punto de Kubrick. ¿Fantasea? No, despeja el camino para que
los demás puedan ver las pisadas de quienes les preceden.
Parece ser que ha desaparecido la aluminosis, el mal de los
pisos que en los noventa daba titulares. Pero quien eso afirme
estará mintiendo, a sabiendas de que bellacamente miente. La