por Alfredo Grande
(APe).- En los lejanos
tiempos de mi escuela pri-
maria, había una materia
que se llamaba Instrucción
Cívica. Ahora debería bau-
tizarla como instrucción cí-
nica. La política entendida
como el arte de gobernar,
la división de poderes, la
constitución nacional, en-
tendida como la biblia laica
del pueblo soberano. Los
representantes del pueblo
defendían nuestros intere-
ses y las familias eran luga-
res de cuidado y protección.
En la actualidad de la
cultura represora, la políti-
ca sigue siendo un arte,
pero marcial, y cuya finali-
dad es asesinar. Arte mar-
cial fácil. La facilidad es si-
nónimo de impunidad. Y la
impunidad es la negación
maníaca de la culpabilidad.
Un aforismo dice que «la
culpabilidad del victimario
se diluye en la culpa de la
víctima». Por lo tanto, es ne-
cesaria la permanente pro-
ducción de culpa individual,
vincular, grupal y social. A
este procedimiento lo deno-
mino «enculpamiento» y va
desde el «por algo será»
hasta que los votos en blan-
co de la izquierda fueron la
causa del triunfo de Cam-
biemos.
Para la cultura repre -
sora, incluso para la que se
cultiva en las organizacio-
nes que supuestamente de-
berían enfrentarla, culpabi-
lizar es una estrategia ne-
cesaria. El sujeto culpable
solo puede, y a veces ni si-
quiera, defenderse. Y ante
el fracaso de esa defensa,
colapsa. O se hace conver-
so, y entonces descubre que
somos hijos del rigor. Cam-
biará culpa por castigo.
Toda víctima es culpable de
serlo. Todo victimario tiene
justas razones para hacer lo
que debe hacer..
La historia de la cultura
represora es la historia de
las masacres. Antes se de-
cía que ciertas políticas eco-
nómicas no cierran sin re-
presión. Ahora sabemos
que no cierran sin masacres.
Incluso masacres líquidas,
parafraseando a Bauman,
como los precios tarifas de
gas, electricidad, naftas,
peajes, alimentos. Los cos-
tos por las nubes, los ingre-
sos por los pozos. Sin em-
bargo, la palabra asesinar
aún no ingresa fácilmente
en el análisis político de la
realidad. En los 50 años del
Cordobazo, escribí en mi
perfil de Facebook: «El
Cordobazo, combate fron-
tal contra la cultura
represora. Uno de sus refe-
rentes, Agustín Tosco, ase-
sinado por el terrorismo de
Estado que impuso Isabel
Perón».
No demasiados, pero
algunos, me cuestionaron
que Tosco no había sido
asesinado. Murió por una
encefalitis no tratada. Ob-
vio: Agustín Tosco estaba en
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la clandestinidad porque la
Alianza Anticomunista Ar-
gentina decidía quién vivía,
quién moría y quién se te-
nía que exiliar. Yo pienso
que fue asesinado por de-
cisión del Estado. Sin em-
bargo, parece que asesinar
es solamente una conducta
activa, incluso puntual.
Análogamente, la justicia
por mano propia es matar
al agresor. No incluye por
ejemplo, una fábrica recu-
perada. Esa visión reduc-
cionista es funcional a la
cultura represora, y otra de
las formas de la impunidad.
Tosco fue culpable de su
muerte porque no quiso
atenderse.
A mi criterio, las armas
de destrucción masiva en los
tiempos de las masacres
cotidianas, nos obliga a
pensar al Estado como una
máquina que organiza y
planifica la muerte. No es
un campo de concentración.
Lo denomino «campos de
dispersión», que también