Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 576
¨El Misterio de Belicena Villca¨
Serían las 22 ó 23 horas del día 22 de marzo de 1980, cuando mis pies tocaron el suelo
de la Chacra de Belicena Villca, en Tafí del Valle. Pisé en tierra firme y, no obstante, mis
rodillas se aflojaron un poco, hasta que aterrizó tío Kurt, cuyos pies estuvieron en todo
momento un metro más arriba que los míos: repito que Yo viajé “colgando” de su cintura.
Pero no bien recobré la estabilidad, me solté de tío Kurt y empuñé la Itaka. Aún no
acababa de orientarme y obedecí a un gesto suyo que me indicaba agacharme. Rápidamente,
todo fue cobrando sentido para mí: nos encontrábamos parapetados detrás de un enorme
automóvil negro. ¡El automóvil de los asesinos orientales!
Tío Kurt me comunicó con un dedo sobre la boca que hiciera silencio, y luego señaló en
dirección al frente, más allá del coche. Atisbé por sobre el capote, y avisté una casa a no más
de treinta pasos, derramando profusa luz hacia la negrura exterior a través de una hilera de
tres ventanas laterales. Al parecer, el coche estaba estacionado paralelamente al vértice del
ángulo de la casa, lo que nos permitía dominar, además de las ventanas de un lado, la puerta
de entrada situada en el otro. La puerta, cerrada, se enmarcaba sobre un plano de cuarenta y
cinco grados a la izquierda; y hacia allí tendríamos que llegar.
Indudablemente, contábamos con el factor sorpresa. Los canes se habían apretado contra
el suelo como serpientes, comandados mentalmente por tío Kurt, y allí se quedarían. Íbamos a
avanzar hacia la puerta, para comenzar el ataque, cuando un grito humano, un estridente
alarido de dolor, nos clavó en el sitio: ¡adentro estaban atormentando a alguien! Entonces
corrimos hacia la puerta lo más silenciosamente posible.
Y a medida que nos acercábamos, un olor penetrante y dulzón fue lo primero que nos
llamó la atención. Era una fragancia como a sahumerio de sándalo o incienso y resultaba tan
fuera de lugar allí que nos miramos perplejos. Ambos reconocimos en el acto aquel perfume
por haberlo percibido anteriormente, en distintas y dramáticas circunstancias: tío Kurt, en el
valle tibetano de La Brea; y Yo en la celda de Belicena Villca, la noche de su muerte. Pero esto
sólo duró un instante pues lo que vino después concentró toda nuestra atención.
Capítulo XIII
Pero estaba visto que aquéllos no serían seres humanos corrientes. A mitad de camino,
cuando aún no nos habíamos separado del plano de la puerta y no éramos completamente
visibles desde ella, ésta se abrió de golpe para dejar paso a dos hombres de enorme
contextura física. Uno saltó hacia afuera y el otro permaneció en el umbral: contrastados por la
luz interior, teníamos frente a nosotros a los dos Caballeros Orientales, impecablemente
vestidos con sus trajes ingleses de fina confección.
El primero que salió fue Bera, empuñando un mango con dos globos, el Dordje fatal.
Instantáneamente alzó el arma hacia tío Kurt, al tiempo que su rostro se descomponía de
terror. Comprendí que el Demonio humano no veía a tío Kurt sino al Signo del Origen, la
Verdad Absoluta del Espíritu que disolvía la Mentira Esencial de su propia existencia ilusoria.
Pese a todo iba a disparar el rayo mortal, pero tío Kurt fue más rápido. A la carrera, casi
sin apuntar, tiró una vez del gatillo; y fue suficiente. La perdigonada tomó a Bera en medio del
pecho, lo levantó a un metro de altura, y lo arrojó varios metros más allá. Simultáneamente, Yo
que no era precisamente un comando profesional, me detuve, apunté, y gatillé dos veces,
impactando en el estómago y en el pecho del Demonio Birsa. Las dieciocho municiones,
sabiamente repartidas por aquella arma magnífica, aplastaron a Birsa contra el marco de la
puerta sin darle tiempo a nada.
– ¡Pronto! –Gritó tío Kurt, al ver que me había quedado inmóvil, resistiéndome a creer que
todo hubiese terminado–. ¡Pronto, prepara el ácido, Arturo! ¡Apresúrate, antes de que se
manifieste Avalokiteshvara!
– ¿Avalokitesh...? –pregunté sorprendido–. ¡Dioses! ¡Avalokiteshvara, la Misericordiosa!
¡Esa era la falla de mi plan, sobre la que nos advirtiera veladamente el Capitán Kiev!
¡Había olvidado a Avalokiteshvara, ahora lo veía claro, y ese olvido podría hacer fracasar
mi plan, incluso costarnos la vida! ¡La Gran Madre jamás permitiría que dos de sus
mejores hijos fuesen destruidos; no si Ella podía impedirlo; esa era justamente una de
sus funciones cósmicas: proteger a sus hijos animales-hombres, calmar el miedo de
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