Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 555
¨El Misterio de Belicena Villca¨
– ¡No, no! ¡Por favor, Comisario! –supliqué–. Ha sido sólo un mareo pasajero. Dígamelo
todo ahora, cuanto antes mejor.
Tío Kurt apoyó con un gesto esta solicitud.
–Y aquí viene lo peor, Arturo: ¡Doña Beatriz fue sujetada de tal modo, que al ser
degollada, los asesinos consiguieron que la sangre cayese íntegramente en el lagar; hasta la
última gota!
El Comisario nos miraba perplejo. Esperaba sorprendernos con ese macabro dato pero
nosotros no nos inmutamos, ya que imaginábamos las maniobras Rituales de Bera y Birsa y
descontábamos que su propósito sería aprovechar la preciosa Sangre Pura de los Von
Sübermann para intentar exterminar la Estirpe entera, como hicieran en el Siglo XIII con la
Casa de Tharsis.
–Por otra parte –dijo el Comisario– me gustaría que nos expliques algo que nos intrigó a
todos.
–Lo que Ud. quiera saber, Comisario.
–Es sobre el lagar; ¿qué capacidad tiene?
–Pues... si mal no recuerdo, unos 20.000 litros –respondí.
– ¿Y se puede saber para qué Demonios lo llenaron con Alquitrán
Capítulo V
Me hallaba sentado en el sofá del living, dormitando. Había ingerido 3 mg. de un tranquilizante
y tenía el sistema nervioso bastante sedado. Serían las diez de la noche y, entre sueños, oía a
tío Kurt hablar en árabe y en alemán. Pero no se trataba de un sueño: al mediodía, tío Kurt
solicitó una llamada internacional y recién acababan de comunicarlo. Minutos después llegaba
hasta mi y me sacudía sin contemplaciones.
– ¡Todos han muerto, Arturo! ¡Todos! ¡Tú y Yo somos los únicos Von Sübermann con vida
que han quedado!
Lo miré entre brumas. El continuó:
– ¡Mis tíos y mis primos de Egipto, incluso algunos primos lejanos que vivían y estudiaban
en Europa, todos murieron esta mañana a las 0,15 horas!
Tío Kurt no levantaba la voz, pero sus gestos eran elocuentes: estaba fuera de sí. Traté de
calmarlo, de transmitirle mi farmacológica tranquilidad, pero sólo conseguí ponerme
nuevamente nervioso; ¡la furia de tío Kurt era contagiosa!
A pocos pasos de distancia, en el Comedor donde viera a mis padres muertos, yacían dos
ataúdes sobre pares de caballetes; coronas, palmas de flores, candelabros con velas
encendidas, y cruces, completaban los elementos ceremoniales del funeral católico. Mi padre
era conocido en ese pueblo desde la infancia y mamá desde 1938, de modo que el desfile de
vecinos y amigos que deseaban darle el último adiós era incesante. Muchos, pertenecientes a
las gentes más humildes, pero con quienes siempre contamos para el rudo trabajo del campo,
se quedarían la noche.
Alguien contrató a unas lloronas profesionales de La Merced, famosas por el sentimiento y
fervor que imponían a sus lamentos, las que se dedicaban en ese momento a representar su
función.
Momento terrible aquel, de impotencia, de comprobar la manera en que nuestros
enemigos nos atacaban y de no poder responder en la misma medida. Cosa sorprendente, el
duro tío Kurt se había sentado, finalmente, en otro sofá y por momentos sollozaba con
aflicción. Yo debía recibir el pésame de los visitantes, de acuerdo a la tradicional costumbre,
quienes antes de marcharse dejaban su nombre anotado en una tarjeta, que les aseguraba
recibir más adelante, en un plazo no mayor de diez días, el agradecimiento postal.
Costumbres, hábitos en práctica desde tiempo inmemorial, de las que no podría zafarme sin
causar un gran escándalo.
A la medianoche la casa estaba atestada de gente. Unas vecinas se encargaron
gentilmente de preparar café y atender a los conocidos. Diversos grupos de amigos formaron
corrillos para comentar los horribles crímenes, y los rumores más insólitos circulaban de boca
en boca del supersticioso vecindario indio y mestizo. Tío Kurt y Yo intentamos vanamente que
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