Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 554
¨El Misterio de Belicena Villca¨
Moví la cabeza negativamente y destapé el cuerpo de Papá: el golpe vino de arriba,
descargado con un objeto contundente hábilmente manejado, ya que sólo le hundiera dos
centímetros de la bóveda craneana, a la altura del encéfalo.
Tío Kurt permanecía como abstraído frente al cuerpo sin vida de su hermana. Las
ambulancias ya se habían llevado a Katalina y sus hijos, y los policías comenzaban a retirarse.
Invité al Comisario a una copa, y le señalé varias cajas de nuestro mejor Sauvignón,
indicándole que se las repartiera a sus hombres, acto de cortesía prohibido por los
reglamentos policíacos pero que sería tomado como un gesto inhospitalario si no fuese
ofrecido. No tardó el Comisario en hacer cargar las cajas de vino y reunirse conmigo en la
cocina. Chablis helado y jamón crudo fue consumido en cantidad, mientras aflojaba la lengua
del policía. Un rato después se nos unió tío Kurt.
– ¿Quién dio la noticia? –pregunté.
–El personal que entra a las 5 –respondió–. Un criollo llamado “Jorge Luna” parece que
fue el primero en llegar. Se sorprendió al notar que todas las luces de la casa estaban
encendidas “como en noche de fiesta”, según declaró; se aproximó entonces a la cocina,
donde siempre estaba tu padre tomando mate desde las 4,30 horas, pero no vio a nadie. Así
que, comenzó a rondar la casa pensando que tu padre estaría afuera. La primera señal de que
algo malo había pasado la tuvo al tropezar con el cuerpo del perro, literalmente partido en dos,
cerca de los lapachos. Unos metros más allá, yacía el cadáver de Don Siegnagel, con el
cráneo destrozado.
A primera vista y especulando un poco –prosiguió el Comisario– te diría que han
intervenido como mínimo dos cómplices, tal vez tres. Dos son imprescindibles para reconstruir
el hecho con cierta lógica, pues resulta evidente que tu padre salió de la casa requerido por tu
madre, quizás respondiendo a un grito aterrador de ella, y fue sorprendido por el golpe asesino
junto a la puerta. No bien se asomó, recibió el golpe que, según el forense, le produjo la
muerte en el acto. Allí lo encontró Jorge Luna y corrió con su bicicleta hasta la Comisaría a
buscar ayuda, en tanto les avisaba a los restantes operarios que llegaban que no se acercaran
a la Finca. A Doña Beatriz la hallamos nosotros, junto al lagar. Presumiblemente desde allí lo
llamó a tu padre, antes de ser asesinada, y creemos que fue hecha salir de la casa con
engaños: eran pasadas las 0,00 horas cuando se produjo el crimen, hora impropia para salir
voluntariamente al exterior de la casa en gente acostumbrada a levantarse a las 5 de la
mañana. Claro que sólo se trata de conjeturas. Hasta que no se reúnan más elementos, y los
resultados de los peritajes, no podremos evaluar muy precisamente los hechos –se atajó,
como hace todo policía profesional cuando no quiere comprometer su opinión.
Alenté al comisario para que continuara con la descripción de lo ocurrido, mientras
circulaban las tajadas de jamón y las copas de Chablis.
–Dios me perdone; tú me lo pides y Yo tendré que responderte crudamente, Arturo. El
loco, que se apoderó de tu madre, la arrastró hasta el lagar, quizás amordazada, y desde allí
permitió que gritase para atraer a Don Siegnagel a la trampa que le tendiera su cómplice. Una
vez muerto tu padre, ambos se reunieron para asesinar a Doña Beatriz. ¿Te preguntarás cómo
puedo estar tan seguro? Pues porque, como dedujo el médico forense, para matar de esa
forma hacen falta cuatro manos; es decir, dos para sujetar a la víctima y dos para
practicar tan perfecto tajo de oreja a oreja. No serían necesarias cuatro manos si la víctima
estuviese inconsciente, pero éste no es el caso, pues no se descubrieron golpes en la cabeza
ni señales de narcótico –hay que esperar los análisis para estar seguros del todo– y, lo más
concreto, existen huellas de los pies, que revelan una resistencia desesperada hasta exhalar
el último suspiro.
Sentí que me mareaba, que todo daba vueltas alrededor mío, que la náusea me ganaba el
estómago, la garganta... Vacilé en la silla, a punto de vomitar.
– ¡Bebe una copa, Arturo! ¡Vamos, bebe! ¡La necesitas! –me incitaba el Comisario,
extendiéndome la copa rebosante de buen vino blanco.
La bebí de un trago; y a fe que jamás me cayó tan bien una de nuestras cepas.
–Era previsible que te descompusieras, era demasiado espantoso y repugnante lo que ha
pasado esta noche en tu casa. ¿Estás seguro de que deseas saberlo todo ahora? Podrías
descansar unas horas y enterarte más tarde, cuando te encuentres más calmo.
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