Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 529
¨El Misterio de Belicena Villca¨
Yo asentí, dándole a entender que haría el papel de piloto suicida.
–Pues entonces no hay nada más que hablar. Tomas una moto escolta, que ahora son
completamente inútiles, y te lanzas por la gran avenida, cruzas la Puerta de Brandemburgo, y
te internas en el Thiergarten; con suerte, en diez minutos estarás en la Gregorstrasse. Eso sí,
debes tomar el Thiergarten a gran velocidad, más de cien km. por hora, para que los rusos no
puedan afinar la puntería. Mientras tanto, nosotros los entretendremos con fuego a discreción
¿Estás de acuerdo?
–Absolutamente de acuerdo. El plan es en verdad suicida, pero el único que me da alguna
posibilidad, –acepté.
–Has hecho bien en conservar ese traje ruso: es de oficial. Puede serte útil más adelante,
puesto que hacia donde vas no hay alemanes sino rusos. Y tú hablas la lengua de los
infrahumanos ¿no?
Asentí con un gesto. Ya no tenía ganas de hablar, ni de bromear; sólo ansiaba partir a la
aventura suicida. Comprendía que me jugaba el todo por el todo y sólo deseaba partir.
Otto Meyer lo entendió así pero no cesó de hacer chistes hasta el fin.
–Adiós Camarada –se despidió sonriendo–, la próxima vez que nos veamos me llevarás a
pasear en sidecar. Ja, ja, ja.
–Y tú en un Panzer de carrusel. Ja, ja, ja.
Al final reímos ambos, y nos despedimos también para siempre.
Capítulo XLII
Crucé la avenida principal del Thiergarten acostado sobre un bólido que corría a más de cien
kilómetros por hora, esquivando con reflejos instantáneos miles de baches de lo que parecía
un paisaje lunar. Las baterías alemanas, alertadas por Otto Meyer, abrieron el fuego
simulando tratar de acertarme, cosa que desconcertó a los rusos y los llevó a concentrar el
fuego contra ellas, permitiéndome alejarme.
Diez minutos después entraba en el Gipfelstadt y circulaba a regular velocidad por la
Gregorstrasse. Me detuve frente al 239, me levanté las antiparras, y observé a ambos lados de
la calle: ni un alma. Pero lo más curioso era que, contrariamente a las demás manzanas, que
habían padecido el demoledor ataque de los bombardeos, la que contenía la casa de Konrad
Tarstein se hallaba intacta, como si la guerra no hubiese pasado por allí.
Nuevamente, como un Rito mil veces repetido, golpeé, la mohosa argolla que giraba en el
puño de bronce.
– ¿Sí? –la chillona voz de Tarstein se dejó oír a través de alguna rendija de la antigua
puerta.
–Soy Kurt Von Sübermann; es decir, Lupus, soy Lupus, Camarada Unicornis.
Se abrió la puerta y Tarstein, en el colmo de la serenidad, repitió una vez más.
–Pase, lo estaba esperando. Son las 16 Hrs. Llega justo para una taza de té ¿si es que no
le afecta adelantar una hora el horario inglés? –indagó con ironía.
–No, no. Un té estará bien. Ud. no sabe lo que he tenido que pasar para llegar aquí:
literalmente, atravesé un desfiladero de munición pesada. En esos instantes no sabía si iba a
llegar aquí; y no sabía tampoco qué iba a encontrar aquí. Se imaginará mi sorpresa al
comprobar que no se ha apartado Ud. de sus costumbres habituales.
–Mi estimado Lupus, no es bueno para la salud que un viejo como Yo esté cambiando a
esta altura su modo de vida –explicó con renovada ironía–. Venga, vamos a la cocina y
tomemos ese té, y olvídese por un largo rato de lo que ocurre afuera. Deje todo sobre ese
sofá, menos la alforja que contiene la Piedra de Gengis Khan. Porque para eso ha venido
¿no? Ha arriesgado una y mil veces la vida para cumplir con la Orden Negra: es Ud. admirable
Kurt Von Sübermann, un Caballero digno del Führer, un Iniciado digno de los Dioses.
Como tantas veces antes, entré en la moderna cocina y me senté ante una mesita
cubierta con fino mantel de hilo blanco. Tarstein preparó la infusión en una tetera de porcelana
de Shanghái y llenó las tazas con té de la misma procedencia. Mientras lo saboreaba, ya más
tranquilo, observé a Tarstein examinar la Piedra de Gengis Khan. Parecía conmovido, cosa
insólita en él. Al fin preguntó:
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