Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 475
¨El Misterio de Belicena Villca¨
Dalai Lama no tenían límites, y la agresión a los duskhas lo había afectado profundamente:
por tal razón envió varias partidas de hombres armados a la búsqueda de los atacantes.
–“Somos –dijeron los lopas– servidores de un rico comerciante de Bután, que se
encaminan a Sining para canjear su mercancía”.
Viajaban con el consentimiento del Dharma Rajá, para quien debían cumplir ciertos
encargos. Y enseñaron a los soldados tibetanos una carta del Dharma Rajá en la que
constaba la lista de objetos a adquirir.
Eso fue suficiente. Los lopas obsequiaron una botella del aguardiente de solja butaní y los
soldados brindaron abundante información. “Debían cuidarse durante el viaje porque existía
una gavilla de bandoleros fuertemente armada que operaba en la Región. Recientemente
atacaron y destruyeron una aldea de pacíficos y Santos lamas, por lo que se veía bien claro
que no se trataba de tibetanos, ni siquiera de religiosos, sino de extranjeros indeseables. A
menos que fuesen miembros de la clandestina secta Kâula, quienes odiaban a los lamas
budistas o hinduistas en general; pero ellos nunca se habrían atrevido a tanto. Los
sobrevivientes duskhas afirmaban haber sido atacados por los Asuras, más los soldados no
eran tan crédulos y sospechaban que los ‘Demonios’ serían en realidad bandidos
occidentales, secundados por matones chinos. Si estaban en lo cierto, los malhechores
intentarían regresar a China por la indefinida frontera del Este, a la que se proponían vigilar
desde ahora”.
De manera que nos buscaban y, como atinadamente predijera Von Grossen, no
podríamos hacernos ver por bastante tiempo. Los monjes kâulikas tenían otras novedades.
Sus contactos con miembros del Círculo Kâula les permitieron enterarse de que un
profundo movimiento subterráneo de simpatía hacia nosotros se estaba articulando en todo el
Tíbet espiritual. A muchos admiraba aquel grupo de Iniciados que mataban sin piedad a los
discípulos del Señor de Shambalá. Sería muy difícil regresar a Bután por el mismo camino,
pero nuestros aliados tibetanos nos garantizaban un seguro escape a través de China hasta
las líneas japonesas. Japón se hallaba entonces en excelentes relaciones con Alemania y en
el consulado alemán de Shanghái funcionaba activamente una delegación del Servicio Secreto
de la
si llegábamos hasta allí, podríamos embarcarnos sin inconvenientes. La comunidad
kâulika de Sining nos ayudaría en esa empresa.
Pero aún era prematuro hablar de la salida del Tíbet. Antes debíamos hallar a Schaeffer y
neutralizar sus planes.
– ¿Estamos en condiciones de partir al amanecer, Von Sübermann? –preguntó
cortésmente Von Grossen.
– ¡Iawohk, mein Standartenführer –respondí con seguridad.
Dejamos todo listo y, al amanecer, levantamos las tiendas y nos dispusimos a partir. Von
Grossen esperaba que Yo le indicase claramente el rumbo, pero lo único que podíamos hacer
sería acompañar a los perros daivas. Se lo hice entender y me situé adelante de la columna,
tomando con las dos manos las riendas de los dogos. Desde el Infinito del Espíritu, más allá
de Kula y Akula, descendió la orden “seguir a Ernst Schaeffer” en la lengua del Yantra svadi y
penetró en el Universo de las Formas Creadas, atravesó el âkâsha tattva y se implantó en el
cuerpo anímico de los perros daivas. Y los increíbles animales, como si realmente estuviesen
husmeando un rastro físico, se pusieron rígidos y estiraron las cabezas hacia arriba, y luego
partieron como flechas en dirección al Norte.
Viajamos varios días de ese modo, siempre escoltando a los perros daivas y éstos
siguiendo las invisibles huellas de la expedición alemana. Al principio Von Grossen no puso
objeción alguna pero luego comenzó a inquietarse, a desconfiar, y a insinuar abiertamente la
posibilidad de que los perros se hubiesen extraviado. En honor de la verdad, debo decir que
no carecía de razones para dudar, pues la errática marcha de los dogos, que ora iban hacia el
Norte, ora hacia el Este, ora regresaban al Sur, ora torcían al Oeste, lo había desorientado por
completo.
Su brújula y sus mapas eran totalmente inútiles, me dijo dramáticamente un día. –
¡Estamos perdidos en el corazón del Tíbet, en un lugar absolutamente desconocido para la
civilización! ¡Quizás en un lugar que no es de este Mundo!–. No es que el racional Von
Grossen se hubiese tornado repentinamente supersticioso: ocurría que los perros daivas nos
condujeron realmente por una ruta que no parecía de este Mundo. En ese momento nos
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