Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 465
¨El Misterio de Belicena Villca¨
puñaladas. El Standartenführer consultó su reloj pulsera de agujas luminiscentes: la una y
ocho. ¡En solamente ocho minutos, y sin darles tiempo a disparar un tiro, los tres oficiales
exterminaron a la guarnición duskha!
Desde la entrada principal, y hasta la amplia plaza donde se elevaba el Monasterio, corría
una ancha avenida de 300 metros de largo por la que Von Grossen había planeado el
siguiente avance. Salvo los dos lopas que quedaron afuera, y cuya misión consistía en subir a
las torres, a los kâulikas se les encomendó “despejar” el paso de los alemanes. Con ese
propósito, apenas voló el portón, tres de ellos se dirigieron directamente hacia allí blandiendo
sus cimitarras y, con notable maestría, degollaron a todos los duskhas que se cruzaron en su
camino. Se habían repartido el trayecto y cada uno iba y venía unos cien metros prodigando
mandobles a diestra y siniestra. Los primeros en morir fueron, desde luego, los habitantes de
las casas con fachada a la avenida, y que cometieron el irreparable error de salir a la calle al
oír las explosiones: ancianos, hombres, mujeres, niños, a nadie perdonaba la cimitarra kâulika.
Después de la una y diez, al sumárseles los dos lopas que volvían de rematar a los heridos de
la guarnición, los cuerpos de decenas de familias completas yacían sin vida en la vecindad de
sus moradas.
Más, a esa altura de los hechos, tras la explosión de las bombas, las granadas, y el
tableteo de las metralletas, el caos era dueño de la aldea duskha. En medio de infernal
gritería, una multitud de gente desconcertada convergía sobre esa calzada, algunos con el fin
de llegar hasta las murallas, y otros para encaminarse hacia el Monasterio. Y aunque muchos
venían armados con puñales y sables, y ofrecían fugaz resistencia a los monjes kâulikas,
éstos segaban inexorablemente sus miserables vidas.
Cuando los cuatro oficiales
marcharon a la carrera rumbo al Monasterio, la avenida se
había convertido en un río de sangre. Pero el camino estaba eficazmente “despejado”. Sólo
dispararon algunas ráfagas al pasar, sobre la muchedumbre que afluía por las callejuelas
laterales. Detrás de ellos avanzaron también los kâulikas, cumpliendo admirablemente su
función de asegurar la movilidad de los alemanes.
A la una y diez, entretanto los alemanes marchaban por la avenida, regresaron los dos
arqueros lopas del exterior y subieron por una escalera de piedra hasta las torres que
custodiaban el destruido portón de entrada. Allí se separaron: uno tomaría por el pasillo de la
izquierda y el otro por el de la derecha, pasillos que conectaban todas las torres entre sí y que
consistían en angostas plataformas voladizas, distribuidas periféricamente en el lado interior
del muro. En cada torre existía un primitivo fogón, que ahora resultaba inútil para calefaccionar
los definitivamente helados cuerpos de los guardias. Los kâulikas, desde las primeras torres,
observaban el conglomerado de casas que se extendía compacto en una franja de trescientos
metros de ancho, paralela a la muralla. Utilizando las distintas torres era posible dominar cada
detalle, manzana, callejuela, casa o Templo, de la aldea duskha.
El día anterior lo habían pasado fabricando las flechas incendiarias. No fue difícil: bastó
con arrollar en las puntas de las flechas comunes un hilo de lana impregnado en una mezcla
de aceite combustible y azúcar. Tenían cien flechas de aquellas pues, según Von Grossen, no
se requerían más; lo importante, explicó el Standartenführer, no era la cantidad de flechas
sino la calidad de los blancos seleccionados y el grado de acierto en los tiros. Conforme a
dicha táctica, los kâulikas eligieron los cien blancos uno a uno, procurando apuntar a los
materiales inflamables tales como maderas y telas.
Las puertas, ventanas, toldos, cortinas, sacos de alimentos, las parvas de forraje y los
telares armados bajo anchos corredores, comenzaron poco a poco a tomar diferentes
categorías de combustión. En algunos sitios, las llamas pronto sobrepasaron la altura de las
casas y las chispas invadieron las inmediaciones; el fuego se propagó inexorablemente y el
incendio se hizo general.
Al llegar ambos kâulikas a las torres finales, a la una y veinte, la aldea duskha se había
transformado en una gigantesca hoguera. Las turbas incontroladas trataban en su mayoría de
escapar del calor sofocante y llegar al lago o salir fuera de las murallas. Los centinelas de las
puertas laterales, atrapados entre las llamas y la muchedumbre, abrieron y no pudieron
impedir el paso de cientos de pobladores aterrorizados. A esa hora, los dos monjes kâulikas
asumieron muy distintas actitudes. El que se hallaba en la torre de la extrema derecha, se
descolgó con una cuerda fuera de la muralla y se dirigió resueltamente hacia el lugar donde
465