Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 464
¨El Misterio de Belicena Villca¨
arriesgarnos a sostener un combate desigual. Lo que hicimos, en cambio, fue salir los cuatro
por la ventana: primero trepó el lopa; luego Oskar, parado sobre mis hombros, recibió ayuda y
pasó a la cornisa exterior; y, finalmente, subimos Bangi y Yo.
Rodeamos el Templo y comprobamos que el frente estaba desguarnecido. Atravesamos,
pues, el pasillo que unía la Isla Blanca con la playa y nos ocultamos tras el murillo para
observar, cincuenta metros adelante, lo que sucedía en el Monasterio. ¡En los minutos
siguientes nos reencontraríamos con nuestros Camaradas!
Capítulo XXVI
El entorno de la muralla había sido despojado de rocas, por lo que tuvieron que arrastrarse
cincuenta metros. Faltando cinco minutos para la una Von Grossen, los tres oficiales , y tres
lopas, se hallaban pegados en el suelo a veinte metros de la puerta principal. Los restantes
cuatro monjes estaban encargados de eliminar a los vigías, desplegados en posiciones
adecuadas para tal fin.
Su acción fue muy veloz y los vigías “nada vieron” cuando los lopas emergieron de la tierra
con la velocidad de la cobra, se hincaron en una rodilla, y lanzaron cuatro flechas. ¡Cuatro
flechas en la noche, cuatro blancos certeros! Se diría que aquellas saetas sagradas buscaron
el corazón de los adoradores del Señor de Shambalá.
Von Grossen y su grupo corrieron entonces en dirección a la puerta, uniéndose a dos de
los arqueros; los otros dos marchaban, separadamente, a liquidar a los centinelas de las torres
extremas de la muralla, esas que estaban sobre las aguas del lago. Todos se apretaron al
muro, en tanto Kloster y Hans sujetaban en goznes y cerraduras los cuatro petardos de
demolición. La entrada principal a la aldea estaba guardada por un pesado y enorme portón de
única hoja, construido con tablas ensambladas y cubierto de herrajes que tapaban totalmente
las hendiduras. Era ciertamente una fuerte valla, que hubiese resistido más de una carga de
ariete, pero sin dudas ineficaz en la guerra moderna, frente a la artillería o a las bombas como
las que nosotros colocamos. Kloster miró la hora: dos minutos para la una; entonces dio
ignición al detonador retardado de dos minutos y se apretó contra el muro, al lado de Von
Grossen.
Psicológicamente, dos minutos pueden durar un instante o una Eternidad, especialmente
si existe la posibilidad de que uno muera al cabo de ellos. Los alemanes, para evitar pensar en
todo aquello que no fuese el combate, se entregaron a verificar que las metralletas tuviesen
destrabado el seguro; a controlar por enésima vez que los cargadores vendrían fácilmente a la
mano, de las cartucheras de lona; y a asegurarse que las granadas de palo se deslizarían sin
problemas del cinturón y de la boca de las botas. Así, para los alemanes, los dos minutos
estuvieron más cerca del instante que de la eternidad. Los kâulikas, en cambio,
permanecieron absolutamente inmóviles, con la mente concentrada en la unidad infinita del
Kula. Para ellos, que se habían despojado de la conciencia de la duración, los dos minutos
fueron semejantes a la Eternidad.
Pero todos corrieron igualmente cuando las bombas explotaron. Y, literalmente hablando,
se cansaron de matar.
Las cargas, distribuidas con singular pericia, arrancaron completamente el portón y lo
destrozaron, esparciendo los pedazos a decenas de metros a la redonda. Aún no se había
disipado el humo de la entrada y ya Von Grossen y Heinz estaban plantados frente a las dos
únicas puertas de las barracas.
Adentro reinaba una gran confusión, y sólo unos pocos atinaron a tomar su arma e
intentar salir; mas tal reacción sobrevino muy tarde para salvarles la vida. Kloster y Heinz
corrían desde un minuto antes alrededor de las barracas arrojando las granadas por las
troneras: a la quinta granada, simultáneamente, ambos tugurios comenzaron a desmoronarse.
Desesperados, los que resultaron milagrosamente ilesos, pugnaban por ganar las puertas y
salir, para caer abatidos sobre los cadáveres de sus predecesores, fulminados por las
inclementes ráfagas de las Schmeisser. Ni uno solo escapó de aquella trampa mortal.
Al no aparecer más guardias por las puertas, Von Grossen dio una orden y dos kâulikas
penetraron en las ruinas y se dedicaron a rematar a heridos y sobrevivientes con certeras
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