Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 463

¨El Misterio de Belicena Villca¨ representaba el Rostro de Kâly como Mrtyu, la Muerte. La cimitarra, envainada, pendía de un tahalí sobre el costado izquierdo. Y finalmente, en una pequeña vaina trabada por la faja, iba el puñal de hoja flameada y empuñadura de marfil, de tamaño semejante al Panzerbreher medieval o a su contemporáneo “Misericordia”. Los integrantes del Círculo Kâula denominaban en su Tantra, “Rudra” a Shiva, palabra que surgía de la contracción y aglutinación de Ru y Duskha, y que significaba “El que destruye el Dolor”. Shiva era así el Enemigo del Dolor, o el Enemigo de Dusk; y sus discípulos, por extensión, serían los Enemigos de los duskhas. Esto lo aclaro, Neffe, porque no podría dejar de considerar, en el balance del armamento propio, al profundo odio que los kâulikas experimentaban por los duskhas, como un importante elemento táctico a favor. Los kâulikas tenían a los duskhas poco menos que como vampiros que vivían del dolor humano, y estaban psicológicamente predispuestos a actuar con el máximo rigor contra “la familia de Dusk”: Shiva Rudra aprobaría y premiaría la demostración de valor de sus Kshatriyas kâulikas. El Sol se ocultó tras la formidable Cordillera Bayan Kara y la noche, impenetrable debido a la escasa luz lunar del cuarto menguante, descendió sobre el lago Kyaring. A las cero horas dejamos los caballos bien sujetos un kilómetro antes del Ashram Jafran y comenzamos a avanzar a pie, cargando el material necesario para el ataque. Este se había fijado para la una en punto, hora en que los dos grupos debían estar en sus puestos. El gurka, conocedor del trayecto hacia el Templo, uno de los lopas, y Yo, nos encargaríamos de rescatar a Oskar, en el momento exacto en que Von Grossen con los demás iniciarían el ataque frontal. La sorpresa era el factor determinante del éxito de nuestra Estrategia y por eso nos movíamos con extrema cautela. A la una menos cuarto, y a unos trescientos metros de la torre de vigilancia, entramos en el lago. Los tres éramos Iniciados y sabíamos cómo liberar el calor de la energía ígnea Kundalini para evitar la congelación, pero sin ninguna duda en ese medio acuático de alta montaña los kâulikas me aventajaban: las prácticas de Hata yoga de la se concentraban principalmente en resistir con el cuerpo desnudo las bajas y secas temperaturas de los Alpes bávaros. Así, Yo tiritaba aún de frío, cuando arribamos a la Isla Blanca minutos más tarde, sin que los duskhas nos oyesen. En la parte posterior del Templo, los tres invasores trepamos hasta la abertura estrellada por la que ingresara cuatro días atrás el infortunado Gangi. Era casi la una de la madrugada. A partir de entonces debíamos actuar con matemática precisión, pues cabía la posibilidad que los guardias interiores tratasen de dar muerte a Oskar al recuperarse de la sorpresa del ataque. A la una y cinco segundos, con exactitud germánica, una poderosa explosión exterior hizo vibrar el Templo y dejó paralizados de terror a los custodios. En ese instante, mientras afuera se desataba el Infierno, Yo salté desde la ventana, rodé por el piso en dirección al altar, me paré bruscamente, y con una sola ráfaga de la Schmeisser acabé con los cuatro guardias. Los cuatro recibieron las balas por la espalda y murieron sin saber qué pasaba, remachados contra la puerta del Templo hacia la que estaban vueltos. Una ofrenda más justa que Oskar Feil era la que ahora recibía el horrible ídolo, tras el cual me había parapetado en prevención de que se abriese la puerta e ingresasen otros guardias. Los kâulikas, que llegaron segundos después junto al altar, se ocuparon de cortar las ligaduras y quitar la mordaza que impedía hablar a Oskar, a quien ya se le pasara el efecto del narcótico. – ¡Kurt! ¡Kurt Von Sübermann! –gritó aturdido–. ¿Eres realmente tú o estoy soñando? – ¡Soy Yo, soy Yo! –Afirmé con impaciencia–. Prepárate pues tenemos que huir cuanto antes de aquí. Luego te explicaré todo. El pobre Oskar no podía tenerse en pie. Durante siete días lo mantuvieron maniatado en el altar y sólo lo alimentaron lo indispensable para que llegase vivo al día de su ejecución. El lopa y Yo pusimos cada uno un hombro bajo sus brazos y retrocedimos al fondo del Templo alzándolo en vilo. Mientras, el gurka pegaba su oído a la puerta y, al no advertir peligro alguno, se aseguraba con el puñal que los guardias estuviesen bien muertos. En verdad, podíamos haber salido por la puerta del Templo, ya que los guardias exteriores corrieron hacia la aldea al oír las explosiones; pero entonces no lo sabíamos y no queríamos 463