Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 462
¨El Misterio de Belicena Villca¨
invasores, pues los duskhas carecían en absoluto, pese a su ferocidad para el Sacrificio
Ritual, de vocación guerrera. Conformaban, eso sí, un pueblo de Sacerdotes natos, cuyos
miembros ingresaban desde temprana edad en la práctica del Culto y vivían siempre
ascéticamente, haciendo gala de un rigorismo ultramontano. No sólo no eran guerreros, sino
que la guerra les causaba un horror esencial, y la imaginaban como un efecto del error
humano, de la ceguera del hombre, que no veía, como ellos, la Bondad de los Dioses
Creadores del Universo.
Sus armas de fuego se reducían a un escaso centenar de fusiles Martini-Henry del siglo
XIX y seis pequeñas piezas de artillería fija, montadas en las torres de la muralla: carecían por
completo de armas de puño. En cambio la cuchillería era abundante y variada, y la manejaban
con regular destreza.
A estas deficiencias de material, se sumaba la escasa visión estratégica de aquellos
infelices, que habían acuartelado la totalidad de su guarnición, unos cien efectivos, en dos
barracas situadas a ambos lados del portón principal. Evidentemente, todo el peso de su
defensa se basaba más en factores psicológicos que reales, vale decir, que confiaban en la
disuasión de sus murallas, y el escaso botín que había tras de ellas, para desalentar a los
posibles atacantes. Las mismas piezas de artillería representaban antes un objeto disuasivo
que un peligro real para los sitiadores, puesto que difícilmente funcionarían: y eso si se daban
las condiciones ideales de que hubiese pólvora seca, municiones y mecha, y se colocasen
estos elementos en la forma correcta.
En síntesis, como la región estaba tranquila por el momento, y no tenían motivos para
sospechar ningún ataque, la guardia estaba reducida a su mínima expresión: un hombre en
cada torre, es decir, seis vigías; dos en la puerta principal y uno tras cada una de las otras
cuatro puertas laterales, o sea, seis guardias más; otros seis guardias en el Templo de la Isla
Blanca, dos afuera y cuatro adentro; y cuarenta efectivos durmiendo en cada una de las
barracas, pero prontos a salir ante la menor alarma.
Esa noche, Kâly haría realidad las plegarias del gurka. No serían los golpes del Tridente
de Shiva, ni el Fuego del Rayo de Indra, ni la certeza de las flechas de Arjuna, pero la
venganza de Bangi se instrumentaría por medio de otros poderes semejantes: los golpes de
las balas de nuestros fusiles, el fuego de las granadas, y la certeza de las flechas de los lopas.
Por el número de efectivos que contaba, la formación que comandaba Von Grossen era
apenas una escuadra; mas, por la moral combativa y la conciencia de la propia fuerza, debía
ser calificada de falange o legión. Una legión, se diría, por su gran movilidad para la blitzkrieg.
De entrada, atacaríamos divididos: Von Grossen conduciría el grueso de la escuadra, en tanto
que una cuadrilla dirigida por mí operaría en el Templo. En una segunda fase del plan, la
escuadra se bifurcaría en dos pelotones, para luego reunirnos todos, en un punto prefijado, y
ejecutar la retirada.
Solamente los alemanes iríamos al asalto provistos de armas de fuego: una pistola Luger
y una metralleta Schmeisser por cabeza, además de dos de los obsoletos fusiles Máuser
1914, que ya se verá para qué iban a servir. En esos días, las Schmeisser de 9 mm. Eran
armas secretas, y sólo a un cuerpo de Elite como el nuestro se le había permitido llevarlas
fuera de Alemania. Contábamos con cincuenta cargadores con treinta balas cada uno, pero Yo
sólo llevaría dos, quedando los restantes para mis Camaradas que sostendrían el grueso del
ataque. Naturalmente, todos portábamos la daga de Caballero , con la leyenda “Blut und
Ehre” labrada en la hoja.
Los guerreros kâulikas, por su parte, empleaban tres clases de armas: arco y flechas,
cimitarra, y puñal. Como dije antes, aquellos monjes eran expertos en artes marciales, y su
habilidad para la arquería no tenía rivales en el Tíbet, donde nadie dudaba en atribuir un poder
mágico a sus flechas y se afirmaba que, tanto podían dar en el blanco de día como de noche,
con los ojos abiertos o vendados, etc. Todos cargaban cincuenta flechas, ni una más ni una
menos, en un carcaj que dejaban suspender contra la pierna derecha: cada flecha
correspondía a uno de los cráneos del collar de Kâly y por eso tenía grabada en su vara una
de las letras del alfabeto sagrado de los arios. La cimitarra era una espada corta, de unos 80
centímetros con hoja de un solo filo, corva, tronchada de forma convexa y a contrapunta, y
ensanchada en ese extremo; el arriaz protegía el puño con dos gavilanes que imitaban la uña
del águila, y la empuñadura, de marfil negro, tenía un pomo exquisitamente cincelado, que
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