Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 292
¨El Misterio de Belicena Villca¨
tan grande que pronto tuvieron que retroceder hacia las casas centrales. Ante las órdenes de
Lito, los Señores de Tharsis desmontaron y corrieron más que de prisa a buscar refugio.
En una vivienda carente de defensa alguna, rodeada sólo de un tapial de dos codos de
altura, se encontraban Lito de Tharsis, Violante, Roque, los dos frailes, un indio, y los cinco
caballos. Por una abertura trapezoidal observaban cómo un número escalofriante de indígenas
los había acorralado en una trampa sin salida. A gritos llamaron al otro Noyo, Guillermo, quien
al fin respondió desde una casa contigua, adonde buscara protección con el resto de la tropa.
Estaba herido en una pierna, algo que podía ser mortal debido a la ponzoña que los indios
ponían en la punta de sus flechas, y avisaba que tres de los soldados habían muerto, así como
los dos sirvientes indios, y dos caballos. Nadie imaginaba cómo iban a salir de tan apretada
situación, cuando un brusco silencio se hizo en el bando aborigen. Los Señores de Tharsis
aguzaron la vista y observaron cómo los indios se apartaban con respeto para dar paso a un
personaje ataviado con telas de lana de brillantes colores y tocada su cabeza con un gorro en
forma de bonete, del que colgaban plumas blancas y rojas. Venía sentado sobre una litera
cargada por ocho hombres y traía en la mano un hacha de piedra; un grupo de indios, que
también se distinguían por la indumentaria, y gozaban de evidente autoridad sobre los
guerreros, caminaban a los costados del vehículo.
A prudente distancia del asilo de los invasores, se detuvo la curiosa caravana y el
ocupante de la litera echó pie a tierra, disponiéndose a deliberar con sus acompañantes: sin
duda discutían el modo de acabar lo más pronto posible con los españoles. En eso estaban
cuando tronó el grito de Lito de Tharsis y dejó a todos clavados en su sitio. Se había
precipitado afuera en un instante, sin yelmo, con la rubia cabeza descubierta y la Espada
Sabia, a la que quitara la cinta para exhibir la Piedra de Venus, enarbolada en alto, mientras
profería con voz estruendosa:
– ¡Apachicoj Atumuruna!
– ¡Apachicoj Atumuruna!
– ¡Purihuaca Voltan guanancha unanchan huañuy!
¡Pucará Tharsy!
Callaron sorprendidos los recién llegados, pero luego de mirarse entre ellos enseguida
gritaron a su vez:
– ¡Huancaquilli Aty!
– ¡Huancaquilli Aty!
y luego, echándose a temblar, como presa de un escalofrío de terror, el de la litera
exclamó:
– ¡Huancaquilli Aty unanchan huañuy!
– ¡Huancaquilli Aty unanchan huañuy!
Al oír estas palabras todos los indios retrocedieron unos pasos, ensanchándose el claro
formado frente al refugio de los españoles. Lito de Tharsis había regresado a la casa tan
sorpresivamente como irrumpió en la escena y observaba, a buen resguardo, la reacción de
los nativos.
– ¿Qué le habéis dicho? –interrogó uno de los frailes.
–No lo sé exactamente –respondió Lito–. Son palabras que me ha dicho la Piedra de
Venus en la Caverna Secreta. Creo que se refieren al sitio al que debemos ir. De pronto, tuve
la convicción de que debía comunicarlas a nuestros atacantes. Y ya veis el resultado: parecen
conocer su significado.
En ese momento, la litera, con el extraño ocupante, se alejaba a paso rápido, mientras los
guechas, puesto que de guerreros muiscas se trataba, se sentaban en el suelo en su gran
mayoría. No dejaban de mirar hacia el refugio de los españoles ni por un instante, las lanzas y
flechas prontas para atacar; y en sus inexpresivos rostros, serios y achinados, era imposible
adivinar las intenciones. Lo único seguro que indicaba la actitud de los indios es que se
disponían a esperar; mas, ¿esperar qué, a quién?
Así, sitiados en las precarias casas de piedra, fueron pasando las horas sin que nada
turbara la impasible vigilancia. Pero los Señores de Tharsis estaban dotados en alto grado de
la virtud de la paciencia: no en vano habían hecho guardia durante 1.700 años frente a la
Espada Sabia. Se sentaron, pues, a su vez, para aguardar los futuros movimientos de los
sitiadores. En pocas horas oscureció sin que los indios se movieran de su sitio, aunque se
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