Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 290
¨El Misterio de Belicena Villca¨
menores que los que padeciesen sus familiares en la expedición”, argumento que convenció a
los imprevisibles Hombres de Piedra.
Si la excursión de Spira podía considerarse improvisada, y escasa de hombres y medios,
la empresa de Federmann era simplemente exigua: poco podían hacer sus cien hombres y
cincuenta caballos contra los indecibles peligros que acechaban en esas tierras agrestes y
desconocidas; tampoco alivió la situación la pequeña tropa de veteranos de Santa Marta al
mando del Capitán Rivera que se les unió en medio del camino: aquellos hombres estaban
perdidos en la selva, descontentos de marchar inútilmente tras una riqueza que no aparecía
por ninguna parte. Luego de padecer las mil penurias que ofrecen los bosques tropicales, con
sus ofidios ponzoñosos, arañas, insectos, tigres feroces, y su vegetación intrincada a la que
había que abrir en picada, los invasores experimentaron el cierzo helado de las altas cumbres
que rodean el valle Dupar. Y después del descanso, nuevamente la selva caliente, las plagas,
y los indios salvajes, que ahora los hostilizaban sin cesar. Sin embargo, continuaron
impertérritamente hacia el Sur, atravesaron los Ríos Apure y Meta, aparte de mil torrentes
menores, y se internaron en el territorio de la actual Colombia. Pero aquel país quedaba fuera
de la concesión de los Welser y Federmann no tenía ningún derecho a su exploración.
Y hasta entonces no había indicios de que estuviesen en el camino correcto; los pocos
indios que consiguieron capturar daban indicaciones imprecisas sobre las ciudades de piedra:
al Sur, siempre al Sur; pero hacia el Sur sólo hallaban aldeas miserables e indios de
salvajismo sin par, antropófagos y cazadores de cabeza, aborígenes que envenenaban sus
flechas y lanzas y los seguían sin descanso, emboscándolos permanentemente, atacándolos
por la retaguardia al marchar y en los campamentos al descansar. Tras un año y medio de
avanzar en aquel sentido, diezmados, convertidos la mayoría de los hombres en esqueletos
vivientes cubiertos de harapos, se imponía a criterio de Federmann la decisión de regresar; en
caso contrario no podría impedir ya el amotinamiento de los sobrevivientes o su deserción: de
los cien hombres de su tropa sólo quedaban vivos cincuenta, y la mayoría en estado
deplorable.
Los Señores de Tharsis, por su parte, soportaron con estoicismo la campaña y sólo
perdieron tres soldados catalanes; pretendían seguir hacia el Sur, pero no encontraban forma
de persuadir al alemán. Finalmente, ante su irrevocable determinación, optaron por una
solución heroica, a la que Nicolaus no se pudo tampoco negar: se quedarían allí y continuarían
solos con la búsqueda. El plan era poco menos que suicida, pero como ninguna de las partes
estaba dispuesta a ceder, Nicolaus de Federmann aceptó dejarlos ir en secreto, simulando un
extravío que evitaría problemas con los Welser o el cargo de deserción. Así fue como un día,
se separó de la columna cansina la vanguardia española de Tharsis y se perdió para siempre,
pues ni los alemanes de la Casa Welser, ni los españoles del Reino, los volvieron a ver jamás.
Nicolaus de Federmann prosiguió con sus exploraciones, siempre desobedeciendo las
órdenes de Georg de Spira. En 1539, junto con Jiménez de Quesada y Sebastián de
Belalcazar, Gobernadores de Santa Marta y de Quito respectivamente, con quienes se
encontró en plena selva, fundó la ciudad de Santa Fe de Bogotá. Luego emprendió con los
mencionados capitanes un viaje a Cartagena de Indias y de allí pasó a España con Quesada.
Aunque descubridor y explorador de tierras, no consiguió riqueza alguna y volvía
prácticamente arruinado. No obstante, cuando llevó a los Señores de Tharsis las noticias
sobre la suerte corrida por Lito y los Hombres de Piedra, aquéllos lo recompensaron
generosamente y lo emplearon en la Villa de Turdes, adonde terminó sus días.
¿Y qué había ocurrido con los Señores de Tharsis en América? Al separarse de Nicolaus
Federmann se hallaban del lado Oeste de la Cordillera Oriental, a unos mil kilómetros del
punto de partida y a otros trescientos de la ciudad de Quito, a la altura en que se origina el Río
Napo. Era una región de páramo frío y desolado, donde soplaba un cierzo gélido que hacía
crujir los dientes y se calaba hasta los huesos. Habían dado con un sendero escarpado que
parecía hecho por la mano del hombre, ya que a ciertos trechos podían observarse
apilamientos de piedras que hacían las veces de muros de contención para los derrumbes
aluvionales de tierra, y los seguían con renovada esperanza: no imaginaban ni remotamente
que aún recorrerían cinco mil kilómetros hasta llegar a destino. Todo lo que les pudo dejar
Nicolaus eran diez caballos y muy pocas provisiones: con cuatro caballos alcanzaba para
cargar todo, los escasos víveres, las jaulas con los pollos, y hasta las armas, ahora inútiles por
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