Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 183

¨El Misterio de Belicena Villca¨ los movimientos estratégicos de los Domini Canis, tenderían a consolidar la unidad de este bando, a aglutinarlos en torno del Rey de la Sangre, y a oponerlos a Bonifacio VIII. En el otro bando, el de la Iglesia Golen propiamente dicha, encabezada por Bonifacio VIII, se agrupaban los enemigos de la Nación Mística, es decir, los partidarios del “Enemigo exterior e interior”, las Ordenes Golen y su núcleo secreto: el Colegio de Constructores de Templos. Para Felipe IV, y así sería expuesto en el proceso a los Templarios, desde tales Sociedades Secretas se elaboraba un complot destinado a debilitar a las monarquías en favor de un Gobierno Mundial. Contra este bando satánico, aún lo suficientemente poderoso como para intentar la última defensa de los planes de la Fraternidad Blanca, Felipe IV debía golpear con toda la fuerza de su Espada Volitiva, tratando a la vez de que el golpe respondiese a la Más Alta Estrategia Hiperbórea. Bonifacio VIII no pierde más tiempo. Decide aplicar sobre el Rey de Francia, y en forma extensiva a todo aquel que osase imitarlo, el prestigio universal de la Iglesia Católica. De este prestigio surge el principio de obediencia a la autoridad papal, la que hasta entonces nadie osó desobedecer sin sufrir graves penas en su condición religiosa, cuando no castigos de orden más concreto. El llamado a una Cruzada para salvaguardar la Religión Católica convocaba las más fervorosas adhesiones, ponía en movimiento miles de fieles; y sólo se trataba de un mandato papal, de una orden obedecida por respeto a la Santa Investidura de su emisor. ¿No sería, acaso, el momento justo para aplicar aquel prestigio sobre ese reyezuelo rebelde, que se atrevía a interferir en los planes centenarios de la Iglesia Golen? Pero Bonifacio VIII no tomaba en cuenta, al evaluar la fuerza de aquel prestigio, la reciente pérdida de Tierra Santa, ni la frustrada Cruzada contra Aragón, ni la presencia aragonesa en Sicilia, ni la extrema debilidad que la guerra contra la Casa de Suabia había producido en el Reino alemán, ni la casi inexistencia del Imperio, salvo el título que aún se otorgaba a los Reyes alemanes, etc. Nada de esto tomó en cuenta y decidió pulsear a Felipe IV mediante la bula Clericis laicos del 24 de Febrero de 1296. En ella se prohibía, bajo pena de excomunión, a todos los príncipes seglares demandar o recibir subsidios extraordinarios del clero; los clérigos, por su parte, tenían prohibido pagarlos, salvo autorización en contrario de la Santa Sede, bajo la misma pena de excomunión. Se llegaba así al absurdo de que un Obispo corría el riesgo de ser excomulgado, no sólo por caer en herejía, sino también por pagar un impuesto. No se le escapará, Dr. Siegnagel, las connotaciones judaicas que hay detrás de tal mentalidad avara y codiciosa. La reacción de Felipe IV fue consecuente. Reunió en Francia una asamblea de Obispos para debatir la bula Clericis laicos, en la que acusó a quienes la obedeciesen de no contribuir a la defensa del Reino y ser, por lo tanto, pasibles del cargo de traición: el Derecho romano se oponía, ya, al Derecho canónico. Envió algunos Obispos leales y ministros a Roma a tratar la cuestión con el Papa, mientras secretamente alentaba a los Colonna para que fortaleciesen al partido gibelino. Pero, además de tomar estas medidas, hizo algo mucho más efectivo: el 17 de Agosto promulgó un edicto por el que se prohibía la exportación de oro y plata del Reino de Francia; otro edicto real prohibía a los banqueros italianos que operaban en Francia aceptar fondos destinados al Papa. De este modo el Papa quedaba privado de recibir las rentas eclesiásticas procedentes de la Iglesia de Francia, incluidos sus propios feudos. Bonifacio VIII, desde luego, no esperaba semejante golpe por parte del Rey francés. Felipe IV había expuesto la nueva situación al pueblo mediante bandos, libelos y asambleas convocadas al efecto; y la había expuesto hábilmente, de modo que la Iglesia de Roma aparecía como indiferente frente a la necesidad de la Nación francesa, como interesada solo egoístamente en sus rentas: mientras la Nación debía movilizar todos sus recursos para afrontar una guerra exterior, se pretendía que aceptase pasivamente, “bajo pena de excomunión”, que el clero derivase importantes rentas hacia Roma. Estos argumentos justificaban ante el pueblo y los estamentos el edicto real, y predisponían a todos contra la bula papal: en forma unánime se solicitaba a Felipe IV desobedecer la Clericis laicos, cuyo contenido, según los legistas seglares, era manifiestamente perverso pues obligaba al Rey a faltar a las leyes de su Reino. Para Bonifacio VIII, cuyo amor por el oro iba parejo con su fanatismo por la causa Golen, la privación de aquellas rentas significaba poco menos que una mutilación física, máxime cuando se tenían noticias de que el Rey inglés Eduardo I estaba 183