Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 171
¨El Misterio de Belicena Villca¨
había comprendido claramente: Si existe un pueblo racial, una comunidad de sangre,
siempre, siempre, se conformará en su seno una Aristocracia del Espíritu, de donde
surgirá el Rey Soberano: el Rey será quien ostente el grado más alto de la Aristocracia,
la Sangre Más Pura; quien posea tal valor, será reconocido carismáticamente por el
pueblo y regirá por Derecho Divino del Espíritu. Su Soberanía no podrá ser cuestionada
ni discutida y por lo tanto, su Poder deberá ser Absoluto. Nada hay Más Alto que el
Espíritu y el Rey de la Sangre expresa al Espíritu; Y en la Sangre Pura del pueblo
subyace el Espíritu; y por eso el Rey de la Sangre Pura, que expresa al Espíritu, es
también la Voz del Pueblo, su Voluntad individualizada de tender hacia el Espíritu. De
manera que nada material puede interponerse entre el Rey de la Sangre y el Pueblo: por
el contrario, la Sangre Pura los une carismáticamente, en un contacto que se da fuera
del Tiempo y del Espacio, en esa instancia absoluta más allá de la materia creada que se
llama El Origen común de la Raza del Espíritu. Y de aquí que todo cuanto se conforme
materialmente en relación al pueblo le deba estar subordinado al Rey de la Sangre:
todas las voluntades deben sumarse o doblegarse frente a su Voluntad; todos los
poderes deben subordinarse ante su Poder. Incluso el poder religioso, que solo alcanza
los límites del Culto, debe inclinarse bajo la Voluntad del Espíritu que el Rey de la
Sangre manifiesta.
En segundo lugar, se explica a Felipe IV la caída que los pueblos del Pacto de Sangre
sufren por causa de la “fatiga de guerra” y los modos empleados por los Sacerdotes del Pacto
Cultural para desvirtuar, deformar, y corromper, la Función Regia. En el caso del Imperio
Romano, los conceptos anteriores, heredados de los Etruscos, estaban contemplados en el
Derecho Romano antiguo y en muchos aspectos se mantendrían presentes hasta la Época de
los Emperadores Cristianos. Concretamente sería Constantino quien abriría la puerta a los
partidarios más acérrimos del Pacto Cultural, cuando autoriza con el Edicto de Milán la práctica
del Culto Judeocristiano; pero el daño más grande a la Función Regia lo causaría Teodosio I
setenta años después, al oficializar el Judeocristianismo como única religión de estado.
Comenzaría entonces el largo pero fecundo proceso en el que el Derecho Romano se
convertiría en Derecho Canónico; es decir, aquello del Derecho Romano que convenía para
fundamentar la supremacía del papado sería conservado en el Derecho Canónico, y el resto
sabiamente expurgado o ignorado. Ese proceso brindaría la justificación jurídica al
Cesaropapismo, la pretensión papal de imponer un absolutismo religioso sobre los Reyes de
la Sangre, cuyos más fervorosos exponentes fueron Gregorio VII, Inocencio III, y Bonifacio VIII.
Antes de la decadencia del Imperio, los Reyes y Emperadores Romanos se atribuían
origen Divino y ello constaba también en el Derecho Romano. La tarea de los canonistas
católicos fue, si se quiere, bien simple: consistió en sustituir a los “Dioses Paganos”, fuente de
la soberanía regia, por el “Verdadero Dios”; y en reemplazar al máximo representante del
Poder, Rey o Emperador, por la figura de “Pedro”, el Vicario de Jesucristo. Aunque es obvio,
hay que aclarar que después de estas sustituciones todo origen Divino quedaba desterrado
del Derecho Canónico, que en adelante sería el Derecho oficial del mundo cristiano: Jesucristo
se había presentado sólo una vez y había dicho: –“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia”. El derecho Divino de regir la Iglesia, y a toda su feligresía, ricos o pobres, nobles o
plebeyos, le correspondía, pues, únicamente a Pedro; y, desde luego, a sus sucesores, los
Altos Sacerdotes del Señor. Pedro había sido elegido por Jesucristo para ser su representante
y expresar su Poder; y Jesucristo era el Hijo de Dios; y el Dios Uno en el Misterio de la
Trinidad, el Dios Creador de Todo lo Existente: nada habría, pues, en el mundo que pudiese
considerarse más elevado que el representante del Dios Creador. En consecuencia, si alguien
osase oponerse a Pedro, si pretendiese ejercer un Poder o una Voluntad contrapuesta a la del
Vicario de Jesucristo, si se arrogase un Derecho Divino, para ello, se trataría claramente de un
hereje, de un hombre maldito de Dios, de un ser que por su propia insolencia se ha situado
fuera de la Iglesia y al que corresponde, con toda justicia, suprimir también del mundo.
El Derecho Canónico no dejaba, así, ninguna posibilidad para que los Reyes de la Sangre
ejerciesen la Función Regia: la Soberanía real procedía ahora del Culto Cristiano; y los Reyes
debían ser investidos por los sucesores de Pedro, los Sacerdotes maximus. Y si la realeza
debía ser confirmada, quedaba con ello anulado el principio de la Aristocracia de la Sangre
Pura, tal como convenía al Pacto Cultural. Naturalmente, como tantas veces antes, los pueblos
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