Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 160

¨El Misterio de Belicena Villca¨ No era posible, repetía la Vraya, que los Dioses Liberadores los hubiesen abandonado a merced de los Golen; aquel golpe no podía significar el fin de la Casa de Tharsis, no antes de haber cumplido la misión familiar; con seguridad quedarían aún con vida otros Señores de Tharsis para salvar la Estirpe y posibilitar la generación del Hombre de Piedra esperado. ¡Era necesario buscarlos! Noso de Tharsis tendría que partir y recorrer los lugares donde habitaban otros parientes, aunque no cabía albergar esperanzas sobre la supervivencia de nadie que no estuviese iniciado. Y estos últimos, los Hombres de Piedra, se hallaban todos incorporados a la Orden de Predicadores, trabajando en distintos monasterios y universidades de Francia e Italia. El Noyo viajaría de inmediato. Ella, quedaría de Guardia; racionando al máximo los víveres disponibles resistiría seis meses, luego, naturalmente, moriría allí mismo, si Noso no regresaba a tiempo. Estaba en lo cierto la Vraya: aún quedaban Señores de Tharsis con vida y con posibilidades de salvar la Estirpe; pero no era menos cierto que aquella sería la situación más crítica que jamás hubiesen enfrentado, incluyendo la destrucción de Tartessos. Esa vez lograron sobrevivir dieciséis miembros del linaje: ahora sólo quedaban ocho, contando a la anciana Vraya y al Noyo. En efecto, durante su viaje a Sevilla, Córdoba y Toledo, Noso sólo halló el luto y el temor de los parientes no sanguíneos, a quienes nada había sucedido, y supo que la Peste no conocía las distancias. Recién en Toledo se encontró con otro Hombre de Piedra, que ya estaba al tanto de que algo terrible ocurría y se disponía a viajar a Turdes: allí también habían muerto varios familiares por causa de la extraña Peste. Al conocer las graves noticias, decidió partir junto a Noso hacia Zaragosa y Tolosa, en el Languedoc, donde radicaba el Jefe de los Domini Canis. En Zaragosa comprobaron que la Muerte Final había convertido en betún a la hermosa familia de una de sus primas, madre de doce niños: los trece murieron en el mismo momento, en la misma noche aciaga; su esposo, un Caballero bizantino, talentoso profesor de griego, no tenía consuelo. Según dijo a los Hombres de Piedra, la finada le había revelado años atrás que una secta esotérica integrada por seres terribles llamados “Golen” perseguía desde antiguo a los Señores de Tharsis; al exhalar aquel grito espantoso, antes de morir, ella se había aferrado a Pedro de Creta y éste creyó distinguir la palabra “Golen”, modulada con el último aliento. Por eso juró luego, sobre los trece cadáveres, vengar aquellas muertes si en verdad eran producto de la magia negra de los Golen, tal como lo sugería la horrible descomposición que se observaba en los cuerpos: su vida, explicó Pedro, estaba destruida, y hubiese aceptado morir mil veces aquella noche antes de subsistir soportando el dolor de recordar a los que tanto amaba. Consagraría su existencia a buscar a los Golen, ahora sus propios enemigos, y trataría de cumplir su juramento; se vengaría o moriría en el intento: era evidente, dijo con inocencia, que sólo el furor que se encendía en su sangre le permitía sostenerse vivo. Pedro de Creta ignoraba por dónde comenzar la búsqueda cuando llegaron los monjes, parientes de su esposa, quienes seguramente sabrían orientarlo. Los Hombres de Piedra, cuyos familiares muertos se contaban por cientos, no estaban de humor para conmoverse por el pequeño drama del Caballero bizantino; no obstante, los admiró su noble ingenuidad, el valor sin límites que exhibía, y la maravillosa fidelidad de su amor. Era obvio que no tenía idea de los enemigos que enfrentaba y que carecía de toda chance ante Ellos; pero sería casi imposible que consiguiese localizarlos por sí mismo y esa impotencia constituiría su mejor protección. Se retiraban pues, los Señores de Tharsis, sin haber dicho una palabra, cuando fueron alcanzados por Pedro de Creta: el hombre no les había creído lo más mínimo; por el contrario, estaba seguro que algo le ocultaban y decidió acompañarlos; ofreció la protección de su espada a los monjes, mas, si lo rechazaban, los seguiría a la distancia. No hubo modo de persuadirlo a que abandonase su empresa. Los hombres de Piedra no tenían alternativa: o permitían que los acompañase o tendrían que ejecutarlo. Decidieron lo primero, pues Pedro de Creta era, claramente, un hombre de Honor. El jefe de los Domini Canis los estaba esperando. Se llamaba Rodolfo y había nacido en Sevilla, pero en la Orden lo nombraban como “Rodolfo de España”. Su sabiduría era legendaria, más, por motivos estratégicos, jamás quiso descollar en los ambientes académicos y sólo aceptó aquel priorato en las afueras de Tolosa: desde su monasterio operaba el grupo más interno del Circulus Domini Canis. Procedía de la misma familia de Petreño, y tenía un grado de parentesco como de tío segundo de los monjes recién llegados, quienes eran primos 160