Mi primera revista sterio de Belicena Villca editorial de la cas | Page 125
¨El Misterio de Belicena Villca¨
e imprevisible y procedía a transportar las provisiones a la Caverna Secreta; y solamente una
vez al año establecía contacto con alguno de los Señores de Tharsis. Pero las noticias eran
invariablemente las mismas: los Templarios no efectuaban ningún movimiento en aquella
dirección. Más, aunque no actuasen, ahora estaban allí, demasiado cerca, y su presencia
constituía una amenaza que se percibía en el ambiente.
Naturalmente, los Templarios no actuaban porque estaban esperando a los Inmortales. Y
Aquellos, finalmente llegaron, ciento cuarenta años después del asesinato de Lupo de Tharsis
en la Fortaleza de Monzón. Un barco de la armada templaria, proveniente de Normandía, los
desembarcó en Lisboa en 1268 junto al Abad de Claraval, el Gran Maestre del Temple, y una
custodia de quince Caballeros. El Gran Maestre explicó a la Reina Beatriz que la expedición
tenía por destino el Castillo de Aracena, donde se iba a nombrar un Provincial, obteniendo
todo su apoyo y la consecuente autorización del Rey Alfonso III; la presencia de Bera y Birsa
no fue notada allí porque simulaban ser hermanos sirvientes y vestían como tales. Días
después los viajeros tomaban la antigua carretera romana que iba desde Olisipo (Lisboa) a
Hispalis (Sevilla) y pasaba por Corticata (Cortegana), a pocos kilómetros de Aracena.
Ya en Aracena, los Inmortales aprobaron todo lo hecho por los Templarios en cuanto a la
edificación del Castillo. En el interior de la iglesia, en el piso del ábside, estaba la puerta
trampa que comunicaba con la Cueva de Odiel: en verdad, la Cueva no se hallaba
exactamente abajo de la iglesia sino que había que llegar a ella por un túnel en rampa, al que
se accedía por una escalera de madera desde el ábside. Pero Bera y Birsa pasaron por alto
los detalles de la construcción pues su interés mayor radicaba en la Cueva. La exploraron
palmo a palmo, durante horas, hablando entre ellos en un lenguaje extraño que sus cuatro
acompañantes no se atrevían a interrumpir; estos eran el Abad de Claraval, el Gran Maestre
del Temple, ambos Golen, y dos Preceptores templarios “expertos en lengua hebrea”, vale
decir, dos Rabinos, representantes del Pueblo Elegido. Al parecer, la inspección había
arrojado resultados positivos; eso lo adivinaban por las expresiones de los Inmortales pues
estos eran sumamente parcos en todo lo que se refería a la Cueva y a su presencia allí. En
todo caso, sólo hicieron una solicitud: que se adaptase a cierta forma simbólica, que
describieron con precisión, el espejo de un pequeño lago subterráneo, el cual estaba nutrido
por un hilo de agua de ínfimo caudal. También se debía interrumpir momentáneamente aquel
afluente, desviando el erosionado canal de alimentación. Y había que distribuir en
determinados lugares, en torno del lago, siete candelabros Menorah.
Vigesimoquinto Día
Los Inmortales expusieron la situación actual al cisterciense, al Templario, y a los Rabinos: el
Supremo Señor de la Fraternidad Blanca, “Ruge Guiepo”, y el Supremo Sacerdote,
Melquisedec, habían recibido con disgusto la traición de Federico II y su pretensión de erigirse
en Emperador Universal. Aquellos actos debilitaron el poder del papado e impidieron hasta el
presente concretar los planes trazados durante siglos por los Golen: aún era posible el triunfo
pero se debía obrar con mano dura; eliminar de raíz toda posibilidad de oposición. La Cruzada
contra los Cátaros había sido un éxito pero llegó tarde para impedir la nefasta influencia del
Gral. Por estas razones, Ruge Guiepo ordenaba, en primer lugar, exterminar el linaje maldito
de los Hohenstaufen y desalojar a la Casa de Suavia de los Reinos sicilianos: tales directivas
ya les habían sido comunicadas al Papa Clemente IV. En segundo término, el Bendito Señor
mandaba ejecutar de inmediato la antigua sentencia que pendía sobre la Casa de Tharsis: en
la Fraternidad Blanca no se olvidaba que la Piedra de Venus de los tartesios no pudo ser
encontrada hasta entonces; y ahora no era posible arriesgarse a la aparición sorpresiva de un
nuevo Gral. La solución consistía en eliminar ipso facto a sus poseedores y posibles
operadores.
El Amado de El Uno deseaba que esta vez la misión de los Inmortales se aproximase a la
perfección y por eso les confió, en un gesto extraordinario, el Dorché, Su Divino Cetro: con él,
según explicaban con excitación los Inmortales, todo era posible. Aquel Cetro, de metal y
piedra, formaba parte de un conjunto de instrumentos que los Dioses Traidores fabricaron para
los Supremos Sacerdotes, cuando millones de años antes fundaron la Fraternidad Blanca y se
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