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L E T R AS / ART E
Retrato de Carlos Mérida
Valenti es el más grande pintor de Guatemala, dice Mérida,
escribe Halfon.
En junio de 1912, zarpa de Puerto Barrios un buque. A bordo,
un joven pintor guatemalteco, Carlos Valenti y su amigo
Carlos Mérida. Meses más tarde, la carrera de Valenti ter-
mina cuando él mismo se siembra dos tiros en el pecho (dos,
sí). Esta imagen fascina a un joven Eduardo Halfon quien
transita, a su vez, de la ingeniería, su carrera formal, a la
literatura, su recién descubierta carrera vocacional. En éste,
su primer texto publicado, Halfon recrea el París de principio
de siglo XX. El irrepetible medio artístico de la Ciudad de la
Luz albergaba a más de un guatemalteco y el ambiente no
podía ser más estimulante. Con catorce cuadros de Valenti,
Halfon monta una exposición en la que escuchamos a los
catorce personajes presentes durante los últimos momentos
de la vida del pintor. Una novela polifónica que anticipa con
fuerza y claridad que Halfon se convertiría muy rápidamente
en el gran narrador que recibió, en 2015, el prestigioso Premio
Roger Caillois de Literatura Latinoamericana. Publicamos
aquí el primer texto de esta novela.
Philippe Hunziker
Y
o no lo maté. Así les dije, esposado, en grilletes,
hambriento, a los gendarmes. Pasé tres noches en
la cárcel mientras ellos hacían sus averiguaciones.
Me llamo Carlos Mérida, dije en un mal francés. Tengo
veintiún años. Soy guatemalteco, una mezcla de español
e indígena. Soy músico, pero más pintor. ¿Qué hace usted
en Francia?, me gritaron. Venimos juntos, él y yo, hace
cinco meses, el 15 de junio de 1912, en un barco carguero
llamado Odembalt. Pagamos cien dólares cada uno. Está
bien, me interrumpió uno de los dos, el más corpulento,
¿pero ¿qué hace aquí, aquí, en París?, dijo, señalando el
suelo con su dedo. Ah, estoy estudiando pintura, respondí,
en la escuela expresionista de Kees Van Dongen. ¿Quién?
Van Dongen. Disculpen, ¿no me podrían traer un poco de
agua?, supliqué, la garganta ya seca, pero las bestias esas
no me contestaron. Porque los que interrogan, aunque
sean franceses, siempre son bestias. ¿Eran amigos, enton-
ces? Sí. ¿Desde Guatemala? Sí, muy amigos, pintábamos
juntos, y, además, fue él quien me convenció que viajara
hasta acá. ¿Cuándo descubrió usted el cadáver?, gritó uno.
Hace tres días, contesté, aunque ellos ya lo sabían. ¿Cómo
sucedió? Yo estaba pintando en la escuela y me extrañé al
no verlo frente a su caballete. Van Dongen, también extra-
ñado, supongo, me preguntó, ¿y tu amigo, Mérida? No sé,
aquí estaba hace una hora, terminando el carboncillo de su
tétrico San Jerónimo, pero seguro se ha ido, le contesté al
maestro, les digo a los gendarmes. ¿Cómo que se ha ido?,
indagó, curioso, Van Dongen. No sé, simplemente se ha
ido. Pero yo presentí algo raro. Así es, les confesé, yo tengo
la capacidad desde niño de poder sentir en el plexo solar
cuando algo trascendental está a punto de suceder. Claro,
dijo uno de ellos burlón. Entonces, reanudé, salí corriendo
de la escuela, acompañado por el asistente de Van Dongen,
directo hacia el estudio que compartíamos en, como uste-
des muy bien saben, dije sarcástico, la rue des Fossés, Saint
Bernard, número 32. ¿Vivían juntos, entonces? Sí, señor. Se
voltearon a ver. No, no, nada de eso, me apresuré a expli-
car, sólo compartíamos la vivienda. Y, ¿qué encontró usted
cuando llegó?, dijo uno, apuntando todo lo que yo respon-
día en una libreta. Ya les dije. Dígalo de nuevo, replicó
el más corpulento, escupiéndome sin querer en el rostro.
Llegué y abrí la puerta, el asistente de Van Dongen atrás
de mí. Yo dormía en la parte superior, en el entrepiso, y él
en la parte inferior, en algo parecido a un cubículo, pero
un poco más pequeño. Siga. Seguí. Su sombrero de fiel-
tro estaba sobre el caballete, así, colgado en una esqu ina,
como solía dejarlo siempre que regresábamos de la calle.
Olía raro, recuerdo, les expliqué. ¿A qué? No sé, raro.
Creo que, a pólvora, pero no
estoy seguro. Siga. Suspiré,
luego seguí. Se acentuó esa
sensación que les había men-
cionado, la del plexo solar,
y me puse nervioso. La cor-
tina de su cubículo estaba
cerrada, y la corrí de un solo
jalón, y ya, ahí estaba tirado.
¿Cómo? Pues de la misma manera que ustedes lo vieron,
respondí, enojado. ¿Cómo?, me volvieron a preguntar. De
nuevo, suspiré. Mi mejor amigo estaba muerto y yo, en un
mal francés, sucio y hambriento, tenía que defenderme de
la acusación de haberlo asesinado. ¿Cómo?, dígalo, grita-
ron casi al unísono. Acostado sobre su litera, de espaldas,
las mangas de su camisa blanca arremangadas, la pierna
izquierda contorsionada torpemente hacia la ventana, la
boca abierta, la mirada serena y dos redondas manchas
rojas sobre el corazón. ¿Y qué más? Su mano derecha, bal-
buceé, todavía prensaba el revólver. ¿Entonces tenían uste-
des un revólver? No, señor, dije, brincando, era la primera
vez que yo lo veía, seguro que él recién lo había comprado.
¿Desea agregar algo más, Mérida? No, nada más, respondí.
Estaba a punto de levantarme cuando, de pronto, uno de
ellos me agarró, brusco, del brazo. Una última pregunta,
dijo. Usted, Mérida, ¿por qué cree que se suicidó su amigo?
Me quedé callado. Y hoy, tantos años después, también
me quedo callado. Aún no lo sé. No hubo ninguna señal,
ningún aviso previo. Estábamos, en gran parte, contentos
en París. Claro, él con su temperamento introvertido de
siempre, pero nada más. ¿Qué?, dijo el gendarme, su rostro
dramáticamente sorprendido, ¿el plexo solar no le anticipó
nada? Y ambos, con ahínco, se rieron. Triste, confun-
dido, empecé a caminar hacia la puerta, entorpecido por
los grilletes. Dígame una cosa, Mérida, su amigo, ¿por lo
menos era un buen pintor? Y hoy, tantos años más tarde,
mi respuesta mantiene aún toda su validez. Carlos Valenti,
contesté, es el más grande pintor de Guatemala.
Eduardo Halfon
Retrato de Carlos Mérida por Carlos Valenti.
Les Lettres Françaises . Julio 2017
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