Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la
noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una
muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de
ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos
me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el
placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me
han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las
miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me
queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus
adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna
observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo,
en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está
abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su
rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y
enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera.
Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el
próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la
Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito
enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más
que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres
llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al
pedestal, y no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas
revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes
lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey
está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y
embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade
verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas
secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te
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