norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la
lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la
Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas,
cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían
sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse
llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la
Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la
estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio
de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor.
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