Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños
se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y
relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los
tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños
llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería
abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía,
e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para
volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -
dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero
tienes que besarme en los labios porque te amo.
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