Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la
joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa
muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó
sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países
extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del
Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan
vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los
mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando
las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las
montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un
gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en
una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos
de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un
gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra
con las mariposas.
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