-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que
te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la
buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un
agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se
encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del
pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado
sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico
admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los
marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos
cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe
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