-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te
quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis
amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se
acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran
trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando
brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los
rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes
aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la
catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al
otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está
inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado
hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus
labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos
soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del
teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego
ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía
realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que
me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace
un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un
joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
10