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De tal manera, los franceses decidieron bombardear Raqqa, el feudo del Daesh en
Siria, después de que sus civiles fueron exterminados durante el último atentado terrorista
en la sala de fiestas Bataclan; antes de ello, a los franceses en El Elíseo, les importaba un
comino las crucifixiones, los degollamientos y las quemas de personas vivas por parte de
los yihadistas. Tampoco les importó a los canadienses, quienes decidieron retirar a sus dos
avioncitos del teatro bélico de Irak. Es decir, antes de Bataclan, lo que ocurría en Siria e
Irak no era asunto de europeos y norteamericanos. Ahora sí lo es. Y lo es… porque le “han
tocado el nido al águila y les han removido sus polluelos”, han penetrado hasta lo más
sagrado de la geografía y la sociedad de esa Europa glacial e indiferente con lo que sucede
en otras latitudes del mundo. Por su parte, el líder ruso, gracias a la pericia de la política del
presidente de Siria, Bashar al-Assad, quien le pidió ayuda tangible e inmediata al Kremlin,
se ha hecho presente en los cielos sirios para bombardear ininterrumpidamente a los sádicos
asesinos del Daesh. Además, Vladimir Putin ha venido denunciando la doble moral de
muchas naciones europeas y de Oriente Próximo, que se han manifestado públicamente
enemigas de los yihadistas y por otro lado hacen negocios con ellos comprándoles el
petróleo a bajos precios; un petróleo que usurpan los criminales de los pozos iraquíes y
sirios. Y Putin sigue hablando claro, bastante diáfano, mientras sus aviones pulverizan los
campamentos de las bestias sanguinarias.
Llama poderosamente la atención el hecho de que los terroristas no llegan siquiera a
500 mil efectivos, a pesar de la constante inyectiva de europeos que emigran hacia sus filas,
y aún así la OTAN se niega a una invasión terrestre tal y como se hizo en Afganistán con
los buenos resultados que se dieron al derrotar a los talibanes. En unas dos semanas a lo
sumo, una fuerza de infantería u hombres “en tierra”, acabarían relativamente fácil con el
Daesh, cuyas principales armas son los fusiles de asalto Kalashnikof, las ametralladoras
empotradas en los pick-up que la empresa Toyota les vende en cantidades industriales –y
que no ha recibido el castigo debido por ello-; minas terrestres y los famosos suicidas que
explotan frente al enemigo. No tienen otras armas, mucho menos ojivas nucleares o
químicas, a pesar de que los rusos han encontrado fábricas insipientes donde se empezaban
a elaborar esas armas bacteriológicas. Es evidente entonces que la OTAN tiene miedo,
pavor, de poner hombres en tierra, algo que aceleraría la derrota de los terroristas y se
podría efectuar sin dilación la reconstrucción de Siria e Irak al cabo de la guerra.
De esa manera ha sido la reacción francesa. Antes de los atentados en París, la
famosa “coalición” de naciones árabes y occidentales que supuestamente atacaban al
Daesh, era una mentira. De hecho, esos ataques se hacían esporádicamente por parte de los
Estados Unidos; incluso se sabe certeramente que hubo una pausa durante todo octubre en
la que ningún avión estadounidense molestó a las columnas de autos Toyota de los
terroristas y mucho menos a las grandes cisternas que transportaban el crudo para venderlo
al extranjero. Y los aviones árabes dejaron al Daesh en paz desde principios de septiembre.
Así, la mentira se acrecentó desdibujando nuestro optimismo, ya muy precario de todas
formas a medida que el conflicto lo iba ganando el grupo terrorista. Rusia, tanto como en la
Segunda Guerra Mundial, ha puesto la nota diferente “en este concierto” bélico, con sus
ataques verdaderos, intensos y sucesivos contra el Daesh criminal, mientras el ejército de
al-Assad avanza reconquistando ciudades y territorios que estaban en poder de los asesinos.