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Un Poco de Mí… un Poco de Gerd Müller
Al comenzar a escribir mi comentario –o mejor dicho este pasaje de mi vida-, tengo que
aseverar, reafirmar con toda la fuerza de la que soy posible, que amo a mi padre y no quiero
que nadie lo odie por lo que van a leer sobre él, porque, haciendo retrospectiva, he llegado a
comprenderlo perfectamente.
Mi viejo fue duro, durísimo conmigo, igual al carcelero que tiene bajo su custodia a
un preso inquieto y difícil de mantener a raya. Ese prisionero fui yo. Al morir mi madre de
mi parto, mi padre tuvo que arreglárselas con un niño recién nacido y buscó ayuda en mis
dos hermanas que ya pasaban de la etapa adolescente y una de ellas ya estaba casada
incluso y con dos hijos. Esta fue quien me asistió en mis primeros años de vida. Pero las
dos, por igual, fueron importantísimas para mí. Y no escatimaron esfuerzos para darme una
vida de príncipe tanto en lo afectivo como en lo material; hasta que en 1966, a mi padre se
le ocurrió arrancarme de los brazos de ellas y de mi mundo de paz y felicidad para llevarme
a vivir a un pueblo donde carecí de todo lo elemental que un niño necesita: amor de madre,
compañía de su familia, atenciones básicas, medicina, apoyo emocional y todo ese mundo
que hace seguro y dichoso a un pequeño.
Podía moverme por todo aquel pueblo con una libertad pasmosa; pero no podía salir
de él, mucho menos intentar un escape. Es lo que en términos más o menos eufemísticos se
llama “una ciudad por cárcel.” No fui feliz. Mi vida se vino en caída libre, precipitada,
como un ave que de repente se desploma hacia el vacío. Mi viejo era sumamente amoroso
conmigo, excelente consejero, me enseñó el camino del respeto a los demás, del amor a
Dios e influyó decisivamente en el aspecto moral mío, que ha sido el norte en mi
existencia; pero era duro, estricto, tiránico, cuando yo le exigía el regreso donde mis
hermanas. Hasta que una tarde de noviembre de 1972, mi hermana menor se rebeló contra
el viejo y se trajo mi maleta llena de ropa de regreso a la Capital, a mi ciudad natal.
Y comencé a tener una vida digna nuevamente. Dormía en una cama caliente,
limpia; hacía las tres comidas suculentas, deliciosas, según la cuchara de mi hermana… ¡En
fin! Volví a ser gente, un ser humano digno y honorable. Y es aquí donde aparece uno de
mis grandes héroes, el alemán Gerhard Müller, delantero centro del Bayern de Munich y de
la selección alemana. Un goleador impresionante, un triunfador absoluto, irrepetible, el
modelo que todo futbolista moderno de Alemania, tiene en la retina y en la mente para
alcanzar y superar también. Pero Müller es insuperable, es único en su género.
Ingresado en el colegio secundario, acostumbrábamos, la mayoría de mis
compañeros y yo, a jugar los partidos que se dan en los recreos o tiempos de entrada o
salida; y yo, aún con el alma fuertemente dolida, traumada, jugaba con aquel complejo que
los sátrapas de aquel pueblo habían inyectado en mi mente: “sos malo, no sabés, no servís
para jugar futbol.” Solían decirme aniquilando cada vez más mis pocas energías y
fortalezas internas. Pero con la imagen de aquel futbolista alemán, empecé a hacer goles en
el colegio de mi ciudad natal. Y era uno detrás de otro. Incluso levantaba mis dos brazos en
señal de triunfo cuando la bola la empujaba hasta el fondo del marco.