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En estos días cuando los ex soldados de Saddam Hussein se han puesto de moda
nuevamente con otro nombre, Daesh, Isis o Estado Islámico, no he dejado de pensar en
aquel terrorista venezolano, auto-llamado Carlos, preso desde hace ya muchos años en la
cárcel de La Santé, en París, Francia. Otro cobarde con mayúscula como todas estas ratas
que dejan el tifus y luego se esconden, huyendo, en sus madrigueras. “Se las da de gran
señor entre los demás presos; se pasea por los pasillos de la prisión ante la vista de los otros
presos, dándose ínfulas de personaje legendario y de gran importancia mundial”, lo
describió un periodista de la época y la verdad es que Carlos y el actual al-Bagdadi, la
cabeza siniestra y asesina del Daesh, no son nada más que escoria, sustancia purulenta de
un ejército, de una milicia putrefacta, según lo fueron los asesinos de Hussein. Son la hez
de la especie humana, a la que hay que exterminar de la misma manera como ellos han
exterminado a tantas personas buenas… sin piedad, sin inflexión ni reflexión y sin
indulgencia alguna.
¡Descanse en paz el pasaje ruso del Airbus A-321, esas personas nobles e inocentes
que han subido ante Dios, aunque haya sido súbito y demasiado pronto!