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Pau Arenós
de acero, cuerdas, cinta americana, bolsas, plásticos, productos
desinfectantes. Y la ropa de trabajo: guantes, pantalones, jerseys,
sudaderas, gorros, chaquetas, botas, chaleco antibalas. Ropas
oscuras, discretas, sin memoria. Lavadora y secadora. Saber
limpiar era tan importante como saber matar.
Metí el sobre de César en la caja fuerte. Tenía fe en mis ca-
pacidades y la encargué lo suficientemente grande como para
guardar un buen montón de fajos. Algún día tendría que con-
tarlos, pensar en alguna inversión, sacarlos para que conociesen
mundo, que las gordas mejillas de los gobernantes recibieran
aire. Junto a la pasta, algunos juegos de documentación falsa
para una emergencia.
Dejé la botella de whisky sobre una mesa. Bajo el halógeno
brillaba como un reflectante de carretera, una luz robada.
Me cambié. No necesitaba ni armas ni chaleco antibalas.
Cerré la puerta blindada. El depósito del monovolumen estaba
lleno de gasolina y tenía un iPad con lecturas, un librito de
crucigramas, una libreta, bolígrafo y rotulador, agua, una bolsa
de bolitas de queso que olían a demonios y que enganchaban
más que el crack. Detrás, las dos cajas de herramientas para las
emergencias con ganzúas, plásticos, navaja, cables, martillo,
guantes, esas cosas que tanto sirven para una chapuza como
para un asesinato.
Poco después estaba de nuevo en la calle BL, casi enfrente
del número 4. En las primeras dos horas no sucedió nada, me
entretuve con la radio y con vistazos rápidos a uno de los libros
cargados en el iPad.
La lectura era uno de mis hábitos. Como disciplina para
mejorar me había impuesto los clásicos de la literatura. Como