Mi buen asesino
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otros adultos pensé que conocía títulos básicos como Historia
de dos ciudades, Moby Dick o La isla del tesoro porque leí de niño
una versión ilustrada. Tiraba con ese conocimiento en viñetas y
con alguna adaptación televisiva disuelta en la memoria. Estaba
equivocado y solo al excavar en la novela de Stevenson supe
que aún no había encontrado el tesoro. Había tenido buenas
experiencias lectoras antes, durante un breve y extraño periodo
en el que me asignaron un profesor particular.
«—No, no fui yo −decía Silver−. El capitán era Flint; yo era
contramaestre, con mi pata de palo. La misma andanada que
me llevó la pierna se le llevó los ojos al viejo Pew.»
Yo tenía los míos bien abiertos. Un coche entró en el garaje
del número 4. Al cabo de unos minutos salió un hombre vestido
para hacer deporte. Por las fotos que me había enseñado César,
aquel era el tipo.
De mediana estatura, compacto, estructura física de descar-
gador, alguien acostumbrado a los pesos. Vestía pantalón corto
y camiseta con poca manga. Brazos y piernas fornidas y más
pelos que los de un gorila de costa. Yo no era partidario de la
depilación aunque tampoco del estilo abominable. Por suerte
genética me mantenía en una pelosidad intermedia.
Salía a correr. Llevaba cascos. No me oiría llegar. Sería fácil
pegarle un tiro en la nuca. Apunté la hora: 18.30. Comenzaba
a anochecer. En dos de las cuatro estaciones, el termómetro de
Novápolis estaba fijado en los 20 ºC. En verano sumaba 10 ºC
y en invierno restaba 5 ºC. Esas eran las variaciones. El océano
enviaba un clima benigno, que atraía a ricos jubilados con reú-
ma. Este otoño parecía cautivo de un verano que se resistía a
acabar. Con el motor apagado dentro del coche tenía calor, no
podía bajar la ventanilla. Envidié el pantalón corto del corredor.
Tardó una hora en cumplir su rutina. Porque deseé que
fuese un hábito y que cada tarde a esa hora saliese de ronda.