Mi buen asesino
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Necesitaba refinarme, perfeccionar el papel y El Negro me
ayudaba en una parte de la educación: la gastronomía. No
acertaba a comprender por qué en los últimos tiempos la gas-
tronomía atraía al público. Tal vez porque todos éramos hijos
del hambre. Entendía el fervor por los deportistas y su épica de
millonarios sudados, aunque escapaba a mi comprensión que
alguien pudiera ser devoto de un chef. En ciertos círculos que
a mí me interesaban hablar de vinos, de cócteles, de trufas o de
restaurantes inaccesibles era un plus. Banqueros, empresarios,
concejales, acaudalados por herencia o por robo, o por ambas
cosas. Sentir su calor era alejar las sospechas de la policía. Con-
seguir su amistad era una forma de blindaje blando.
—Oye, hijoputa, recuerda que esta noche tenemos reserva
en el nuevo japonés.
Chu−Toro. Habían abierto hacía poco. Los pijos de Novápo-
lis se dejaban sodomizar por una mesa.
—He tenido que hacer algunos favores para conseguir dos
taburetes en la barra. Favores de tipo sexual. No podré sentarme
en una semana, hijoputa.
Lo había olvidado. Mi cabeza estaba en el encargo de César.
Necesitaba vigilar al distribuidor. Iría a casa, prepararía el mo-
novolumen, me apostaría unas horas ante el domicilio, regre-
saría a mi piso, me cambiaría e iría a Chu-Toro en taxi. Tenía
tiempo. No era imprescindible matarlo hoy o mañana. Preparar
un asesinato requería tiempo, ser minucioso. También tendría
que echar un vistazo al almacén de bebidas.
Veinte minutos después entraba en mi garaje. Era una planta
baja próxima al piso. Me servía como depósito de coches, ar-
mería, vestuario. Tras una estantería móvil ocultaba un cuarto
muy amplio. Puerta blindada y cerradura con clave para pro-
teger el instrumental. Pistolas, metralletas y fusiles, munición
variada, cuchillos, navajas, sierras mecánicas y eléctricas, cables