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Pau Arenós
Voy, «voy−voy», me la pasó por el mismo punto en el que
había deslizado el botellín de cerveza para que los de la cola no
se mosqueasen. Mordí y cerré de forma involuntaria los ojos
como un tic de placer. La liquidé con rapidez y, antes de acabar,
Voy tenía la segunda en la mano, y una cerveza detrás. Estas eran
las razones por las que me acercaba a la furgoneta de El Negro.
Comí la segunda con sosiego, disfrutándola, aplacada el ansia.
La mansedumbre del panecillo, la sabrosura de la salchicha, el
latigazo de la salsa.
—Parece que tenías hambre, hijoputa.
—Sí, hijoputa, no creas que he venido hasta aquí para ver
tu jeta.
—¿Has ganado mucha pasta hoy?
El último cliente se llevaba un coreano. Por el párking, entre
los coches, se acercaban más hambrientos. El Negro, como
otros, creía que yo era un corredor de bolsa. El descapotable, la
ropa cara. La cazadora de piel sedosa, los vaqueros de marca −y
esas extravagantes botas de trabajo que esta vez rompían con la
estampa− ayudaban al perfil del que gana dinero sin esfuerzo.
—No ha estado mal. Ya sabes. Comprar, vender.
Era una tapadera con verdad. Necesitaba parecer rico −y ya
lo era bastante− para disimular el tufo a hampa. Distanciarme
del asesino sucio, pobre, apostador, pendenciero, adicto, alco-
hólico. Camuflarme entre la gente bien, parecer uno de ellos,
perfumarme para cubrir la suciedad con una película agradable.
¿Quién relacionaría a un sicario con un broker? Cierto que
eran otra forma de criminales pero al amparo de la ley. Ejercía
de broker privado, solo para el autoenriquecimiento. En casa de-
dicaba algunas horas al día a mover el dinero. Daba igual ganar
o perder. Me ayudaba a construir una fachada. Mis auténticos
ingresos eran de sangre.