Mi buen asesino mibuenasesino TEASER | Page 31

Mi buen asesino 31 Como muchos cocineros, El Negro mentía. Contaba a los pe- riodistas −cada vez había más especialistas en gastronomía en la ciudad, aquello era una plaga− que la salchicha, ¡La Salchicha!, era un desarrollo secreto con un carnicero que le conseguía las mejores carnes de cerdos sin estrés, cerdos criados en campos abiertos. Una falsedad. Él me había dicho que las compraba a granel en una carnicería polaca de los muelles. No quería pensar en qué presidio habían estado los animales. Eran una porquería pero a mí me gustaban. Con las salsas sí que había acertado. Cualquier mierda cubierta con aquello hubiera tenido buen sabor. Los críticos gastronómicos lo adoraban: un coci- nero estrella, caído en desgracia, delincuente y convicto, más o menos rehabilitado, comenzando de cero con una furgoneta. Se acercaban con una mezcla de temor y reverencia. Había es- tado en el trullo, era peligroso, pero sus salchichas estaban tan buenas… ¡Gilipollas! —Oye, hijoputa, ponme una salchicha negra. Le grité y sonrió. Hijoputa era nuestra forma de camaradería. —Hijoputa, espera tu turno. Había empezado a trabajar con mi bocadillo. La salchicha negra era otra cosa, algo superior. Era lo único que lo vincu- laba a Pétain. Fue en aquel restaurante cuando comenzaron a llamarlo El Negro, era verdad que tenía el pelo de carbón, casi afro, y la piel cetrina, pero esas salchichas oscuras le dieron el alias. Cerdo, calamar y tinta. Eran jodidamente sabrosas. Si había algo artesanal en Salchitown era aquello. Las hacía en un pequeño obrador, picaba cerdo y molusco, aliñaba con ajo y pimienta, embutía en piel natural, las hervía. A diario preparaba un pequeño cargamento. Costaban el doble que las otras, pero valían la pena. La cubrió con una salsa gribiche: yo no sabía nada de eso, me lo contaba el hijoputa. Huevo, mostaza, vinagre, alcaparras. Ese salivazo de acidez me levantaba del suelo.