Mi buen asesino
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Como muchos cocineros, El Negro mentía. Contaba a los pe-
riodistas −cada vez había más especialistas en gastronomía en la
ciudad, aquello era una plaga− que la salchicha, ¡La Salchicha!,
era un desarrollo secreto con un carnicero que le conseguía las
mejores carnes de cerdos sin estrés, cerdos criados en campos
abiertos. Una falsedad. Él me había dicho que las compraba
a granel en una carnicería polaca de los muelles. No quería
pensar en qué presidio habían estado los animales. Eran una
porquería pero a mí me gustaban. Con las salsas sí que había
acertado. Cualquier mierda cubierta con aquello hubiera tenido
buen sabor. Los críticos gastronómicos lo adoraban: un coci-
nero estrella, caído en desgracia, delincuente y convicto, más o
menos rehabilitado, comenzando de cero con una furgoneta.
Se acercaban con una mezcla de temor y reverencia. Había es-
tado en el trullo, era peligroso, pero sus salchichas estaban tan
buenas… ¡Gilipollas!
—Oye, hijoputa, ponme una salchicha negra.
Le grité y sonrió.
Hijoputa era nuestra forma de camaradería.
—Hijoputa, espera tu turno.
Había empezado a trabajar con mi bocadillo. La salchicha
negra era otra cosa, algo superior. Era lo único que lo vincu-
laba a Pétain. Fue en aquel restaurante cuando comenzaron a
llamarlo El Negro, era verdad que tenía el pelo de carbón, casi
afro, y la piel cetrina, pero esas salchichas oscuras le dieron el
alias. Cerdo, calamar y tinta. Eran jodidamente sabrosas. Si
había algo artesanal en Salchitown era aquello. Las hacía en un
pequeño obrador, picaba cerdo y molusco, aliñaba con ajo y
pimienta, embutía en piel natural, las hervía. A diario preparaba
un pequeño cargamento. Costaban el doble que las otras, pero
valían la pena. La cubrió con una salsa gribiche: yo no sabía nada
de eso, me lo contaba el hijoputa. Huevo, mostaza, vinagre,
alcaparras. Ese salivazo de acidez me levantaba del suelo.