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Pau Arenós
Cada día, publicaba en su web los horarios y las plazas que
ocuparía. Sabía que a las dos de la tarde estaría en el párking de
Master’s, un centro comercial igual a los otros centros comer-
ciales de Novápolis. No distinguía la calle BL de la BK o de la
BM ni a Master’s de la otra decena de edificios de dos plantas y
dos sótanos con tiendas clonadas y un aire acondicionado que
dejaba tiesos a los pingüinos.
Vi la furgoneta nueva con el brillante cartel encima: Sal-
chitown. El hombre se había gastado la pasta: más que una
camioneta de comida parecía el autobús de un club deportivo.
El logotipo ocupaba por completo un lateral. Dos salchichas
cruzadas. Ese mismo escudo de armas estaba en su camiseta
y en la del ayudante asiático, un pequeñín que solo decía tres
palabras: «voy» y «sí, jefe». El Negro lo llamaba Voy.
El párking estaba bastante lleno, encontré plaza no dema-
siado lejos de Salchitown, food truck contundente, azabache
y lustrosa como un asteroide pasado por un lavacoches. Me
acerqué a pie, había media docena de personas aguardando el
turno. El Negro me vio y siguió a lo suyo, abriendo panecillos,
montando salchichas y salseando. Por un lado del gran ventanal
abierto, el asiático Voy me acercó una cerveza checa. Evitaba las
locales por si César gaseaba los botellines. También estaba en el
negocio de las cervezas. Lo que hacía pop le atraía. Mercadeaba
con champanes y colas.
El Negro entregó uno de los proyectiles: parecía el bocata
mexicano, con una salsa roja y reventona. El montaje era sen-
cillo. Un pan con aguante, una sola clase de salchichas y una
salsa especial. Si llevaba kimchi era un coreano; con mayonesa de
wasabi, un japonés; con tomate y jalapeños, un mexicano; con
allioli, un catalán; con queso cheddar y mostaza, un americano.
Y así hasta 15 combinaciones. Era una decisión inteligente: con
pocos recursos daba variedad.