Mi buen asesino
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con el monovolumen y entretenimiento. En el número 4 de la
calle BL no entró ni salió nadie.
Era la hora de comer y me dirigí a la furgoneta de El Negro.
Era blanco pero todos los llamaban El Negro. Había sido un
chef prestigioso, había trabajado en Putain, cerca del Ayunta-
miento. El restaurante, francés y engolado, se llamaba Pétain
pero, debido a su clientela de funcionarios de emocionados
bolsillos, grandes receptores de oscuros pagos, era más conocido
como Putain. Cocainómano, un día, muy colocado, pensó en
cómo sabría una pierna de cordero a la salvia espolvoreada con
coca. Envenenó a una pareja: ella estuvo una semana en coma.
Aún puesto, cuando fue detenido les dijo a los polis: «Creo que
me pasé con la salvia».
Lo echaron, pasó por la cárcel, se desintoxicó y a la salida, al
no encontrar a nadie que quisiera contratarlo, consiguió una
furgoneta de segunda mano que instalaba en los párkings al
aire libre de los centros comerciales. Pagaba a los guardias de
seguridad, que le permitían ocupar varias plazas.
El Negro había prosperado, esta era la segunda furgoneta y a
quien deslizaba ahora los billetes para trabajar era a los gerentes
de los centros comerciales. A los guardias, al otro lado de las
puertas de cristal, les daba salchichas. Si seguía acumulando
fama pronto le pagarían por ir. Atraían a los compradores, se
formaban colas para probar las especialidades.
Había comido sus platos franceses en Putain, pedía cada vez
el puré de patatas con mucha mantequilla y crema de leche.
Levantaba el tenedor y tensaba el hilo de aquel material prodi-
gioso. Pensaba en elasticidad y en gimnastas rumanas. Le fui fiel
cuando cayó en desgracia y seguía siendo su cliente ahora que
los ricos de Novápolis volvían a contratarlo como chef privado.