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Pau Arenós
Los cristales del descapotable eran tintados. Yo veía. A mí,
no. El monovolumen que usaba para trabajar también tenía
cristales oscuros. El descapotable no era una buena opción pro-
fesional. Demasiado vistoso. En estas calles donde aparcaban
buenos coches, no necesariamente pagados, el descapotable
era una exageración posible. La clase media siempre aspiraba a
dejar de serlo. Los coches eran una estupenda fachada, o chasis,
para aparentar.
El cartero en un cochecito eléctrico: cada vez había más ca-
charros silenciosos y ecológicos. De multiplicarse, los ancianos
caerían como moscas al cruzar las calles. La sordera y los coches
eléctricos formaban una desaconsejable pareja.
Un vecino con una cortadora de césped más ruidosa que una
cosechadora. Después de repasar arriba y abajo la parcela como
la sien de un marine, fue al garaje a buscar unas tijeras y recortó
las pocas hierbas enhiestas que quedaban.
Pasó una anciana con un perro de su edad. Pasó una mu-
jer joven con el carro de la compra. Si había niños en estos
hogares, debían de comer en el colegio. Un hombre con un
diario bajo el brazo entró en el número seis. Un diario era una
reliquia de los tiempos en los que leer daba prestigio. Aunque
fueran los deportes.
Esas nimiedades espaciadas en el tiempo ocuparon dos horas.
Vigilar era aburrirse. Escuché en la radio un programa banal
en el que un locutor ocurrente hacía una entrevista sin gracia.
Detestaba a los periodistas pelotas que alababan a sus invitados
como adolescentes con las hormonas eléctricas. Este era uno
de esos. El invitado era un cantante, había sacado un disco y
el entrevistador le estaba haciendo una felación sin meterse la
polla en la boca. Bostecé, observé y concluí que era un barrio
aburrido, con poca actividad. Volvería de nuevo por la tarde