Mi buen asesino
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de revista. Contrataron a arquitectos estrellas que habían dejado
sobre aquella superficie ganada al mar sus mejores buñuelos.
Ned, el−que−antes−distribuía−whisky−y−ahora−ginebra, vi-
vía en una zona residencial y quise echar un vistazo. Cuando
salí de la autopista me detuve para subir la capota. Conducir
mientras el aire te afeitaba era un placer, aunque poco recomen-
dable mostrar la cara mientras preparaba el crimen.
Escribí la dirección de Ned en el GPS, aparato que después
reformatearía para eliminar rastros. Moverse por este espacio
de casas unifamiliares con jardín delantero y arbolado era un
engorro. Todas las calles y las casas se parecían. De eso trataba:
un bálsamo en el exterior y los horrores, en el interior. Y no me
refería a la decoración.
Cuanto mejor cortado tenían el césped, más hijos de puta
eran de puertas adentro. La regla nunca fallaba. En un jardinero
doméstico se agazapaba un maltratador. Los recortadores de
setos que repasaban las ramas rebeldes con tijeras en busca del
acabado perfecto tenían la mano suelta. Vi a algunos de esos
buenos ciudadanos que en público eran un modelo y, en pri-
vado, unos cabronazos. Seguro que aquel fulano que rastrillaba
hojas con ahínco, amontonándolas, dejando entre uno y otro
montón un metro de distancia, tan exacto, tan metódico, tenía
a la familia en un puño.
El número 4 de la calle BL. El Ayuntamiento prefería las
letras combinadas del alfabeto y dejaba las calles dedicadas a los
generales muertos restringidas al centro y a las islas. Novápolis
daba cobijo a cinco millones de habitantes y las clases medias
que en algún momento consiguieron dinero extra ocuparon es-
pacios parecidos a estos. No sabía en qué se diferenciaba la calle
BL de la BK o de la BM. Para observar, aparqué en un extremo
de la BL bajo un árbol de tronco grueso, uno de esos árboles
que agrietan el asfalto y que molestan para la conducción con
raíces gruesas como badenes.