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Pau Arenós
Aceleré para dar un sonoro adiós a la calle y a sus criminales,
consciente de que al descapotable, increíblemente bajo, no le
iban bien los baches. Fui dejando atrás el sur del sur, los des-
campados, los vertederos, los esqueletos de coches, animales
blanqueados al sol. Las casetas en la que vendían drogas, objetos
robados, los despojos que César dejaba a unos delincuentes
casi mendicantes. El olor a quemado y a putrefacción. Había
hogueras que quemaban en un fuego eterno. Nunca vi a nadie
encenderlas. Aquí y allá ondulaba el humo en siluetas grises. El
subsuelo hervía, la tierra era un estómago enfermo.
Enfilé la autopista de la costa. Tras algunas curvas sobre los
acantilados, Novápolis al brillo de mediodía. Me encantaba
aquella vista, la ciudad, mi ciudad, como una revelación de
diamantes. Tallados por el sol, eran los rascacielos de cristal los
que producían ese efecto.
A la derecha las dos islas de la bahía, una mayor, otra menor,
engarzadas entre sí y a tierra firme por puentes. La construcción
había arruinado a la ciudad, endeudándola para los próximos
100 años. Muchos se habían lucrado, el Gobierno municipal
era corrupto, los jueces y la policía eran corruptos y eso hacía
de Novápolis una gran concentración de timadores y un lugar
excelente para mi profesión.
Había buena gente, miles de buenas personas que pagaban
sus impuestos para que la maquinaría siguiera engrasada y la
sanidad fuera deficiente y la educación catastrófica y el espacio
público, un involuntario parque de atracciones. Esas miles de
buenas personas estaban atrapadas como ratoncitos: no podían
ir a ninguna otra parte. El alcalde Abraham destinaba muchos
billetes a la propaganda y el autobombo. Era mucho más barato
que arreglar las calles.
Conduje hasta el norte, dejé atrás la piña de rascacielos del
centro y las islas con sus edificaciones más bajas, arquitectura