Mi buen asesino
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Sin poder moverse, Marcus se limitó a una mirada de búfalo.
La lengua era azul.
El obrero bajó del toro, entró en el almacén y regresó con una
botella dorada. Sacó una navajita, quitó el precinto, desenroscó
el tapón y se la dio a Marcus. Acostado, el gordo no había visto
la operación. Se dio cuenta de las intenciones cuando tenía el
cuello cerca de la boca.
—Pero ¿qué… cojones haces?
El obrero pensó que necesitaba un trago para recuperarse.
—Gilipollas, es… para él.
Desconcertado, me dio el Pure Gold, el tapón y se largó antes
de recibir un tortazo. Enrosqué el tapón de aluminio, busqué
en el portamaletas una bolsa de plástico, guardé la botella, puse
el coche en marcha. Marcus se levantó con dificultad. Desde la
acera, don Huevo me vio partir. Rapado, blanco como una pa-
red recién encalada, pantalones de chándal color hueso, parecía
el huevo de un Tyrannosaurus rex.
Me gustaba el sonido del motor del descapotable. Era a la
vez civilizado y arrogante, una manera de decir: parezco como
vosotros, pero soy otra cosa. Aunque no fuera verdad. Porque
era como ellos y por eso intentaba parecer distinto, vestirme
bien, oler bien, conducir un buen coche. Porque yo era como
don Huevo y como el Pequeño César, aunque ellos llevaran
chándal y yo prefiriera los trajes a medida. Y por más que me
mostrara hostil y mantuviera la distancia y me creyera mejor,
claramente superior, formábamos parte del mismo mundo y del
mismo código moral, que era la falta de moral. Un poco menos
de crueldad por mi parte no me hacía mejor. Yo los odiaba y
los despreciaba sin odiarme a mí mismo. Y ni siquiera había
necesitado terapia para llegar a esta conclusión.