Mi buen asesino
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César solo se permitía la ternura al hablar de la madre. Incluso
acunaba la voz.
—Nadie como ella preparaba los espaguetis con almejas.
Lo dijo en italiano, «spaghetti alle vongole». Probé el plato
en alguna de aquellas visitas y las almejas estaban correosas,
demasiado hechas, arrugadas como la doña. César hablaba del
mejunje con esa nostalgia que disimula defectos.
En el desgraciado momento de intimidad que tuve con él,
también me dijo que había matado a su padre porque maltra-
taba a doña Dorotea. Era posible, aunque sonaba a excusa. Los
hombres, aquellos hombres, siempre maltrataban a sus mujeres.
La falta de respeto por el ser humano comenzaba en casa. César
querría mucho a la madre, pero trataba como una mierda al
resto del sexo femenino.
La reunión duró unos minutos más. Me dieron un papel en
el que algún perro contratado por César había escrito cuatro
datos sobre el tipo y dónde vivía, me mostraron unas fotos
para que pudiera reconocerlo y me entregaron un sobre con la
tarifa. Nunca hablábamos de dinero porque no era necesario.
El sobre pesaba.
Salí, saludé con un gesto de cabeza a Muñeco de Nieve, que
seguía intentando dar un imposible brillo a los vasos rayados.
Cualquier día encontraría una córnea en el fondo de uno.
Fui a buscar el coche. En la calle había movimiento. Los
mecánicos del taller ocupaban parte de la calle con los chasis
desmontados. Frente a la destilería cargaban un camión. El aire
olía a alcohol y caramelo. Sabía que era un compuesto químico
que añadían para disimular el veneno.
Un obrero con un toro subía a la trasera del camión los palets
con las cajas de Pure Gold y su bonito diseño, con el logotipo
representando monedas de oro. Yo había cobrado ese oro. A Cé-
sar le interesaba la destilería porque era un negocio legal. No le