22
Pau Arenós
—Sé que ha llegado a un acuerdo con una empresa de
ginebra. Dicen que la ginebra está de moda. Podría dejar de
destilar whisky y pasarme a la ginebra. Pero no me da la gana.
El mercado beberá lo que yo diga. Novápolis beberá Pure Gold
o la incendiaré. Quiero que le pegues un tiro a ese traidor. Por
desleal y porque así los distribuidores de ginebra entenderán
que su bebida mata.
Otra vez el comediante. Esta vez ni Marcus rio. Los gigantes
no parecían atender la conversación. Como estatuas mal talla-
das, estaban en silencio, inmóviles, robots en reposo.
A mí me daban igual la ginebra o el whisky. Nadie se ocupaba
del Drambuie.
No había más que hablar. En estas conversaciones no se pre-
guntaba por la familia. Yo no tenía pareja ni hijos. César tenía
tres hijos y una mujer gorda, Maricielo. Aunque sí quise saber
sobre su madre. Como todos los edípicos, el pequeño adoraba
a la madre.
La mujer seguía viviendo en los muelles, en la misma casa
en la que nació el hijo, adecuadamente reformada, con una fa-
chada cochambrosa y un interior palaciego, aunque diminuto.
Frecuenté ese lugar al principio de mi carrera y recuerdo a una
mujer con delantal, una asombrosa fronda capilar sostenida por
nubes de laca y una maniática forma de cocinar. Llegué a salir
de allí con varios tápers llenos de especialidades napolitanas.
Hacía años que no la veía. Sería una pasa con moño.
—¿Cómo está doña Dorotea?
—Mamá se encuentra bien, todo lo bien que se puede estar a
los 90 años y con párkinson. Me preocupa. Está bien atendida,
con gente que la cuida. Yo voy a verla todas las semanas. Aún
intenta guisar, pero le tiemblan las manos demasiado. La ayu-
da una buena cocinera, pero se pasan el día peleando. Mamá
quiere despedirla cada día y, cada noche, contratarla. Es una
casa de locas.