Conocía el despacho, me había sentado muchas veces con el
padre, César, un estibador de los muelles que desde el puesto
más bajo se había hecho con la organización. Nervudo, capaz de
matar a un hombre a golpes. Músculo y cabeza, fue un parásito:
anidó, chupó y estalló.
Eso fue en los tiempos en los que Novápolis construía las islas
artificiales en la bahía y el dinero se escurría por los canales.
César encontró su futuro en los suministros, la obra pública,
los materiales baratos. Cobró millones y gastó millones en el
soborno de empleados y políticos municipales.
Me entendí bien con él, era más discreto que el hijo, pulcro
de una manera anticuada. Vestía trajes baratos aunque podría
haberse hecho americanas con billetes. Fumaba puritos, se afei-
taba en la misma barbería de confianza, olía a una empalagosa
y delatora loción, vivía en la misma casita del puerto en la que
nació el hijo.
Cuando el hijo mató al padre también acabó con sus hom-
bres, con El Círculo. La construcción ya no era negocio, había
que diversificar, los ingresos caían porque no había nada que
levantar. La ciudad estaba hipotecada por las islas.
César mató a César para sobrevivir, o así me lo justificó un día
en el que nada le pregunté ni cuestioné. ¿Por qué lo reveló? ¿No
tenía a nadie con quien hablar? Marcus o Albóndiga o Muñeco
de Nieve o cualquier otro de sus empleados eran gente sin sesos,
sin luces, animales a los que sacrificar en caso de necesidad.
Me contó lo del padre, lo de los libros de cuentas, me contó
muchas cosas, demasiadas, informaciones que me ponían en
peligro. Cuanto más me decía, más cerca estaba de la muerte. Lo
escuché, hablé poco, supe que desde aquel momento habíamos
establecido una intimidad no buscada ni correspondida que
solo podía acabar mal para mí.