Mi buen asesino
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—Adoro a Dean Martin. Es un actor infravalorado, un
cantante magnífico, y las mujeres, ah, las mujeres, se las folló
a todas. Qué tiempos. ¡Y qué tíos! El rat pack: Dean Martin,
Frank Sinatra, aquel negrito, Sammy Davis Jr. ¿Sabes que era
judío? ¡Negro y judío! Pero a los italianos eso no nos importa.
Porque Dios es católico y está de nuestra parte.
Besó el enorme crucifijo que colgaba del cuello, que sacó del
chándal discotequero. Oro y piedras preciosas. Lo levantó y lo
pasó por los labios. Un pedacito de albóndiga enmarañada en el
bigote quedó en uno de los brazos de la cruz, como una manita
crucificada, sangre de tomate. Yo estaba delante y lo vi. Los otros
dos aguardaban a su espalda, Marcus sentado; Albóndiga, de
pie. No dije nada. Volvió a guardar la cruz con albóndiga en el
chándal e imaginé la licra manchada de rojo.
—Samuel, siéntate. ¿Seguro que no quieres comer nada? Esta
vez puedes morder las albóndigas sin perder un diente. Felicitaré
al cocinero.
Se rio de su gracia, Marcus se rio de la gracia del jefe y Al-
bóndiga no entendió la gracia del jefe. Dije que no, que había
desayunado. Me senté.
El espacio era muy grande, al menos 200 metros cuadrados,
una mesa de reuniones de madera, sillas, butacas y sofás vencidos
por el peso de los obesos y sus nalgas hipopótamas, una máquina
de millón, un billar, un pimpón, aparatos para musculación.
Y una puerta cerrada tras la que estaba el despacho de César
con archivadores, cajas con documentos, una biblioteca de la
delincuencia, la cuentas del crimen. Los contables amañaban
los libros, los reconstruían con una clave que solo ellos y César
comprendían. Era una añagaza para la poli por si se saltaban los
acuerdos e iban a buscarlos. Los auténticos libros maestros, con
el detalle de la extorsión, estaban en un lugar secreto.