Mi buen asesino
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Pensaba muchas veces en el póster. Nunca había estado en
Suiza, no sabía esquiar, me imaginaba que era el hombre del
jersey amarillo y que sentía el frío mentolado en las mejillas y
el corazón alegre después de este estupendo día y que me des-
calzaría los esquís y que, sin dejar de sonreír y de enseñar estos
dientes fluorescentes, iría con mi mujer rubia −el gorro de lana
en la mano, la melena en cascada− al refugio para tomar un
ponche caliente. A lo mejor había niños, y un perro.
Marcus me devolvió a la realidad, a este bar que rehuían
las ratas.
—Samuel, el jefe quiere verte.
Marcus, el tipo que me telefoneó, abrió la puerta del fondo,
junto a otra puerta, la del lavabo, al que solo entraría a punta
de pistola.
Marcus era ucraniano. Las nacionalidades se mezclaban.
César contrataba a cualquiera. Sus soldados eran porciones de
carne en lata. Marcus tenía una cicatriz no especialmente fea
junto al ojo derecho. La del contrincante de aquella pelea de
gallos quedó peor: llevaba un parche.
Era enorme, medía unos dos metros, pesaba unos 150 kilos,
la cabeza rapada era un bolo. En los agujeros en los que meterías
los dedos para tirar estaba la nariz.
Con camiseta blanca sin mangas, dejaba ver los brazos, col-
chones enrollados. En uno, un tatuaje: Fuck Odessa. Pantalones
de chándal de color hueso y zapatillas blancas de deporte tan
grandes como plataformas de drag queen. Sacarlo a bailar sería
vértelas con un tonel.
Me registró. Yo iba desarmado, aunque era capaz de dejar
malherido a este elefante con el vaso de whisky que estaba a mi
izquierda, en la barra, al alcance de la mano. Le atacaría el ojo
derecho, el de la cicatriz haciendo ventosa con el vaso, mien-
tras que con la mano derecha le sacaría la pistola que sabía que