16
Pau Arenós
Salieron dando tumbos, ayudándose mutuamente a no caer.
Esa era la camaradería.
Si robaban un coche en Novápolis, lo más probable era que
acabara aquí. Los de lujo eran enviados a otros países, preferen-
temente árabes. Los utilitarios los desmontaban para vender las
piezas a los talleres mecánicos, obligados a la compra en negro.
La gran barra ocupaba la entrada, no había espacios para
mesas. Tras Muñeco de Nieve, estanterías con un solo producto,
además del polvo petrificado: las botellas con ese anticongelante
de color ámbar con su etiqueta brillante: Pure Gold, auténtico
whisky escocés premium. ¿Auténtico? Auténtico whisky de
callejón ratonero.
En la pared frente a la barra, un cuadro. Un extraño cuadro
en aquel ambiente podrido. El cartel de una estación de esquí
con un letrero: Saint Moritz, 1950. ¿Cómo llegó al antro? Lo
miraba cada vez, siempre con rápidos vistazos para que ningún
matón dijera «eh, pasmao, que no estás en un museo». Puede
que soltara ese pasmao con el respaldo de otras miradas turbias,
teniendo la certeza de que ese pasmao sería, más pronto que
tarde, respondido con dolor para él, tal vez con su muerte.
Podía describir la escena con los ojos cerrados: una pareja
sonriente de cuerpo entero, los dientes blanquísimos, gorros
de lana, gafas enormes tapándoles la cara. Él, jersey amarillo,
pantalones bombachos marrones, botas de montaña, esquís,
palos de madera. Ella, jersey rojo, también bombachos, de
un marrón más claro, botas, palos. Miraban como si mirasen
a una cámara imaginaria, al lápiz del dibujante. Se adivina la
energía, los esquís torcidos con la frenada reciente, algunas
volutas de nieve a la espalda. Detrás, en la ladera, grupos,
familias, parejas, mucho color sobre el blanco. Un cartel que
transmitía alegría, placer por la vida. Un cartel chocante en
esta recepción mortal. El cristal estaba pegajoso, pero sabía
que detrás se encontraba la felicidad.